8/10/11

Un moribundo...

Los ojos del anciano, cansados y arrugados por tantos soles que entraron y salieron en su vida, miraban hacia un punto fijo del techo. Parpadeaba no con mucha frecuencia, el habla le fallaba con intermitencia y el instinto, irónicamente consciente de su importancia, forzaban su respiración. Su boca se mantenía abierta, y solo movía un poco la lengua y la mandíbula para tragar y balbucear algún mal obrado gemido. Olía a viejo, a sudor y agonía, a cansancio mezclado con llanto nocturno, a sobros del desayuno y saliva seca en los labios.

Yacía en una cama de sábanas blancas y cobijas de algodón, rombos rojos y azules. Al lado, una mesa con una lámpara de luz tenue, un reloj que siempre marcaba las 3 de la tarde, una libreta de apuntes, un vaso con agua y pastillas esparcidas en aparente desorden. Había una foto, una pareja frente a un chalet en la montaña, nieve alrededor, las montañas de fondo parecían difuminarse al acercarse al celeste de un cielo despejado. El cartón de la fotografía estaba ya algo deteriorado, la esquina superior derecha parecía estar amarillenta por el tiempo y el trajín.

A pesar de sentirse a solas, el cuarto permanecía relativamente tibio gracias a una pequeña chimenea ubicada cerca a la cabecera de la cama. Sus carbones ya estaban a punto de apagarse y la última brasa buscaba aire de dónde agarrar una nueva chispa, antes de disiparse del todo. Afuera había una recia tormenta, golpeaba a veces la pequeña y única ventana del cuarto, parecía que se formaba una leve capa de escarcha, dificultaba la vista hacia el exterior. Las paredes hacían estrecho el cuarto y el suelo de madera crujían cada vez que el viento golpeaba el exterior. La puerta se ubicaba completamente opuesta a la cama, teniendo que caminar más de la cuenta para ir de un lado a otro de la recámara.

Sí, se sentía a solas. Disimuladamente sentada en una de las esquinas estaba una sombra. Lo miraba atentamente en todo momento. A veces miraba su muñeca, como quien se fija en la hora; otras veces daba una vuelta por el cuarto, inspeccionaba si la chimenea aun humeaba, repasaba la fotografía, contaba las pastillas, pasaba por encima del viejo, luego por debajo de la cama, se fijaba en la tormenta que se avecinaba y finalmente se ocultaba de nuevo en la esquina. El viejo solo seguía mirando el techo, tragaba saliva y tosía con un chillido mudo en los bronquios.

El viento dejó de golpear la ventana. Solo se escuchaba la brasa chistando cada vez con menor intensidad. El viejo respiró profundamente, tomó alguna bocanada de fuerzas y murmuró "Es hora", sin decidirse entre preguntar, afirma u ordenar. La sombra se acercó al moribundo y rozó su mano derecha. Se detuvo un instante para observar la fotografía de los dos jóvenes, hipnotizada por el recuerdo. Con un movimiento sereno cerró sus ojos (tan inertes ya, que ni energías sobraban para cerrarlos por su cuenta), y luego se transportó de un lado a otro hacia la puerta, abriéndola de par en par. Desde afuera entró un leve soplido, fresco, cristalino, viento de invierno. Recorrió con dificultad el largo del cuarto, enfriando paulatinamente el ambiente tibio que circundaba, y con lo último de su impulso apagó la brasa de la chimenea.

1 comentario:

  1. Hola Julio: Tus escritos tan hermosamente descriptivos... Logras transportarme a ese momento de tanta angustia, el paso último a un viaje sin regreso.

    Saludos,
    Katmarce--
    submarinopimienta.blogspot.com

    PS: tengo nueva entrada, aunque un poco diferente a las acostumbradas.

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