6/6/10

Sobre las conductas “autocondescendientes”...

Estoy harto, la verdad...

Lo digo sinceramente, ¡en serio! No es necesario deprimirse, sentirse triste o apenado para hartarse. Simplemente, para hacerlo de la forma más sensata, hay que sentirse indignado, desconcertado, y por qué no, molesto con lo que ve a su alrededor. Me preguntan “¿Ahora qué, Julio?”. Yo les respondo: “es el colmo que todavía me lo pregunten”.

Voy a ir al grano, como siempre me gusta hacerlo, sin obviar por ello contextualizar, argumentar y dar al clavo, como debe ser. Me harta ver ciertas conductas humanas, aparentemente inocentes, pero intencionalmente condescendientes. Lo peor de todo: los humanos que son condescendientes consigo mismo, eso principalmente me deja estupefacto cada vez que lo veo. Explicaré al respecto, porque sé que para ustedes, lectores, la idea sigue siendo un poco abstracta. Es natural que la gente se sienta mal, por el motivo que sea (no me voy a poner a decir ejemplos, porque terminarían siendo relativamente pocos con respecto a la gran cantidad de detonantes posibles). El aparente motivo puede ser tan fuerte, que las personas entran en un estado errático, depresivo y deprimente, casi de forma inevitable, por lo que estados de ánimo así usualmente pueden ser perjudiciales para quienes los experimentan. Esos mal llamados “golpes de la vida” (dándole aspectos físicos a algo que, como concepto, no lo es), según algunos optimistas, permiten madurar a quienes lo reciben, haciendo de ellos mejores personas: más conocedoras, prudentes y hasta consejeras de otros. Idea que, en lo personal, respeto hasta el punto en que se encierra en un discurso moralista inútil.

¿Cómo levantarse del sacudón de un evento personal nefasto? Bueno, las opciones son reducidas, aunque no sean del todo transparentes para el analista común. Como primera alternativa (la más sabia de todas) es observar el hecho desde una distancia casi o completamente impersonal, inspeccionar los motivos y efectos de dicho evento, tomar para sí las conclusiones y desechar todo residuo subjetivo, para continuar así el camino sin ninguna carga adicional. Es más fácil decirlo que hacerlo (y aun más fácil escribirlo), pero es un hecho que todo aquel con un nivel de inteligencia emocional tan alto debe ser digno de admirar. No conozco ningún ejemplo de personas que logren ver sus “tragos amargos” de esa forma (y por el momento me estoy esforzando por disciplinarme de esa forma), por lo que espero que ustedes, lectores, puedan tener un ejemplo concreto de este perfil para poder tener una idea más clara al respecto.

Las otras dos alternativas derivan del mismo problema, así que las resumiré en este párrafo, para así desenvolverlas paralelamente (es más interesante que una lectura lineal y yuxtapuesta). Si estamos expuestos a una fuerte lluvia y no contamos con un paraguas, ¿qué sucede? Simple: terminamos empapados. Esta analogía, sacada probablemente, de un folleto de lógica preescolar, es perfecta para ejemplificar la siguiente situación: una persona, al verse sumamente afectada por un evento adverso, y no cuenta con la suficiente fortaleza emocional ni el apoyo necesario para superarlo, caerá en una depresión irremediable, en un “llorar de nunca acabar”, hasta que, por fin, el aguacero termine. Por otra parte, y siguiendo con la simple analogía del aguacero, si nos ponemos unas botas de hule, e impedimos que el agua entre a nuestros pies, podremos saltar en los charcos que se forman en la calle, mientras vemos que, a final de cuenta, empezamos a pensar que la lluvia no era tan fuerte, y que al menos nuestros pies siguen calientitos, aunque igual terminemos empapados (eso sí, los pies siguen secos: es lo que cuenta, ¿no?). Mastiquemos la analogía: las personas, en caso de verse afectadas por un evento negativo, sacan sus botas impermeables (por no decir ilusorias) para sentirse mejor, aunque muy en el fondo tengan un conflicto intenso, hasta que la lluvia cese. ¡Ah, se me olvidaba! El primer caso, siguiendo con la analogía, sería estar en casa, con unas pantuflas, una taza de chocolate o café en mano, un buen libro, sentado junto a la ventana, mientras se oye en el techo cómo la lluvia intenta neciamente entrar a la habitación.

¿Por qué estas dos últimas formas de enfrentar un problema personal corresponden al mismo fenómeno? Sobre eso hablaré a continuación. En el primer caso, mencioné que la observación de la situación negativa para la persona en cuestión se hace de la forma más objetiva posible, al punto de llegar a la impersonalidad. En cambio, terminar “empapado” significa tener un contacto directo entre los problemas y la sensibilidad, la subjetividad, los sentimientos y todo aquello que quieran relacionarle, haciendo el problema cada vez mayor. Sentir “que el mundo se cae encima nuestro” es eso mismo, sentir la fuerza de un diluvio caer sobre la cabeza, los hombros, la espalda, el pecho, y en todo el cuerpo. Sin embargo, la forma en la que se trata de superar el hecho es notoriamente diferente entre ambas situaciones. Y ambas están relacionadas con esa conducta condescendiente que tanto detesto ver, y que mencioné al inicio del texto. Para aquel que no le queda más que esperar a que termine de llover, tratará de buscar algo caliente de alguna forma, aunque la ropa húmeda entorpezca su paso y lo haga enfermarse. De igual manera, aquel que se sumerge en un estado depresivo seguirá así hasta que encuentre un motivo externo que lo haga salir de la concha autoprotectora que lo recubre, hecha con una autoestima ya de por sí golpeada. En el otro caso, esas “botitas” no son más que falsos motivos de alegría, para lograr dispersar su mente del problema que lo agobia, hasta que la lluvia igualmente se detenga, y pueda ir “felizmente” a su casa a cambiarse, mientras hace que salta entre los charcos, entre sus problemas, sin molestarse en ver lo empapado que ya está.

Sí, parece que ninguno de los dos casos demuestra síntomas de una inteligencia emocional algo desarrollada. Aun así me pregunto, ¿cuál de las dos conductas es la mejor? Se sorprenderán por mi respuesta.

A mi parecer, existe un factor que hace inclinar la balanza hacia aquel que se deprime de forma abierta: es eso mismo, una sinceridad emocional auténtica. La persona deprimida no debe ser víctima de abuso ni burla alguna: es capaz de demostrar sin tapujo alguno su estado emocional (de una forma triste y hasta exasperante, estamos de acuerdo. Pero también debemos asentir que lo hacen de forma auténtica), no demuestra vergüenza de su depresión, e intenta por todos los medios de hacerlo notar, para que aquellos que realmente lo valoran vayan para apoyarlo y así exponerlo a un nuevo sol tras la tormenta. Muy al contrario de esto, aquellas personas que gustan de camuflar sus angustias con conductas falsamente alegres (por la misma lástima que se tienen a sí mismos), con sonrisas que parecen muecas practicadas, con exclamaciones joviales y positivas aunque tengan que morderse la lengua cada vez que intente crearse un nudo en su garganta... Esas personas, me permitirán decirlo, no son más que unas hipócritas insensibles consigo mismas. Deciden ponerse unas botas impermeables para sentirse un poco mejor, y olvidan que, si quieren ser humanos realmente sensibles, deben de merecer sentirse completamente como tales, y no simular estados de ánimo que no les corresponde (esas personas camaleónicas no hacen más que fingir su felicidad, y no hay nada más lastimoso que saber la existencia de ese tipo de seres: capaces de vivir con una “plenitud” emocional plástica y vacía).

La actitud “autocondescendiente” que trata de aparentar una felicidad donde no existe es, para mí, uno de los mayores atrasos en la conducta humana. Aquella actitud que esconde sus lágrimas para mostrar al mundo una sonrisa no hace más que darle una puñalada a la sinceridad emocional que nosotros, como seres supuestamente sensibles, deberíamos tener. Si se sienten identificados con esa faceta, siento ser tan directo con ustedes, pero me encanta decir las cosas como veo que son, y recomendaría una introspección seria: la vida no es una obra de teatro, donde nos ponemos un disfraz y aparentamos ser otra persona diferente a la que realmente somos.