30/6/09

Metamorfosis...

El cambio, tómese la definición que encuentren más familiar, es una cualidad normal dentro del mundo material en el que estamos inmersos. Es innecesario mencionar la evolución (¿evolución?) de las diversas civilizaciones a través de la Historia de la humanidad: migraciones, asentamientos, imperialismos, esclavitud, democracias, comunismos y capitalismos… Tantos éxitos y desméritos que, al fin y al cabo, sucedieron y dejaron un legado en nuestro presente. Cambiar es un infinitivo que casi se convierte en imperativo cada vez que se presenta, y si hasta la materia solo se transforma, entonces se puede decir que el cambio es en realidad lo que forma el “todo” (la presencia de objetos es simplemente infructífera. La constante interacción de estos es lo que verdaderamente genera).

Aun viviendo en un mundo volátil, todavía me sorprendo de la naturalidad con la que la realidad cambia constante e indiscriminadamente. Uno de mis mayores pasatiempos es observar a la gente en lugares públicos (¿durante cuánto tiempo lo he hecho?). Algo tan simple como la forma de vestir ha variado, casi en un parpadeo, a una velocidad inesperada, o esperada si se sigue una secuencia de lo que sucede en el medio. De los pantalones y camisas holgadas, a prendas ajustadas al cuerpo. De colores neutros, nada llamativos, a tonos cada vez más ácidos y alocados. De un estilo recatado y elegantemente glamuroso de los 90’s, al renacer del Fénix de los 80’s con su moda vanguardista y psicodélica. Esa transición ocurrió, y está ocurriendo, apenas finalizada la primera década de este milenio, imitando esa delimitación por décadas que se usó en el siglo XX.

Sin embargo, estos cambios son (como dije anteriormente) probablemente esperados dentro de la dinámica social, la globalización, la posmodernidad, y todo este cuento teórico que nos han enseñado en nuestras casas de estudio. Algo mucho más interesante es apreciar un tipo de cambio que, a mi parecer, trasciende al conocimiento real de las personas con las que interactuamos, reta todas las impresiones que construimos día con día, y nos hace reflexionar si es verdad que conocemos a esas personas. Me refiero a los cambios en la personalidad.

Si el mundo es exageradamente cambiante, de forma mucho más impresionante cambia la personalidad. En mi opinión, cada individuo tiene una personalidad distinta cada vez que parpadea, analiza y absorbe todo cuanto percibe en el mundo, y toma para sí lo que le interesa conservar. No existen conductas constantes ni imperturbables. Probablemente lo que nos desconcierta y enoja en nuestra juventud, luego de unos años nos parezca normal, o lo que nos fascina termine siendo lo que más aborreceremos en un futuro. Y eso puede o no suceder por circunstancias, por las cosas que suceden o dejan de suceder (nadie puede refutar este punto, a menos que demuestre la ausencia de eventos en el diario vivir, y que estos no son trascendentes para la experiencia de las personas). Eso no implica que las personas pierden o tergiversan su forma de ver y vivir su mundo. Todo lo contrario, el cambio es natural dentro de la realidad, por lo que no es una pérdida de identidad, sino una evolución (insisto, ¿evolución?) de la personalidad.

En este momento los lectores se preguntarán: “¿Por qué tanto énfasis en eso de si es evolución o no?”. Cuando escribí esa pregunta retórica, también me formulé lo mismo, les soy sincero. Si observáramos la evolución como un macroproceso (por decirlo de alguna forma), en realidad los cambios de personalidad no son parte de la escala evolutiva del ser humano, ni existe un patrón evolutivo. No está en los genes, sino en la psique de cada ser (es decir, la evolución de la personalidad no es biológica, social ni histórica. Pueden influir, pero no son totalmente vinculantes). La evolución de la personalidad hay que apreciarla de manera específica, individual (tantas evoluciones como personas en este planeta).

El concepto de “evolucionar” calza si observamos el cambio de personalidad para cada persona. No obstante, mi mayor duda acerca de si la personalidad evoluciona o no, recae en la involución. A partir de este punto, todo el análisis que traté de hacer objetivamente debe quedar atrás, y hacer paso a la subjetividad que me motiva a escribir este texto.

Las personas cambian. Lo he comprobado no hasta ahora, sino desde que tengo noción de mi realidad. No solo cambian físicamente, eso es obvio y evidente. Todo cuanto sienten, creen, piensan, opinan o dejan de opinar también cambia, y depende en sobremanera de qué tan influenciados se encuentren por el medio. Insisto lo que mencioné anteriormente: el verse influenciado no es reflejo de tergiversación, sino de transformación. Pero no deja de inquietarme el cambio que responde no a una/un evolución/desarrollo. La involución de la personalidad, aunque no es constante dentro del cambio, es también un visitante frecuente dentro del proceso. Lo peligroso de hablar al respecto es mi concepto de involución, diferente o concordante al lector. Una forma sencilla de hablar de la involución de la personalidad es cuando ese cambio en la personalidad afecta directamente a quien la percibe (lo cual hace ver ese fenómeno de forma unilateral: solo veo mal lo que me afecta a mí, lo que me parece que está mal, aunque al otro le parezca bien). Es por esto que deseo plantear la posibilidad de un retroceso en la personalidad, y no ahondar mucho en el tema.

Las personas cambian, y me gusta más verlo como una metamorfosis, en vez de un proceso teóricamente evolutivo. Tal vez, una oruga inicia su vida siendo vista como el insecto más horrible y repugnante. Al darse cuenta de esto, decide que eso no puede seguir siendo así, y prepara cuerpo y mente para cambiar, y come todo cuanto encuentra a su alrededor (y le sea comestible), pasa a su etapa de crisálida, y se prepara para la etapa final de su metamorfosis. Posiblemente, esta pequeña oruga desconozca en qué clase de mariposa se convertirá (me gustaría imaginar que ese cambio sucede de manera aleatoria, solo por fines ilustrativos), lo único que sabe es que se transformará. Al salir de la crisálida, la oruga podría haberse convertido en una preciosa mariposa monarca, y deslumbraría los cielos con su vuelo y sus dorados colores, o su metamorfosis podría terminar por mutarla en una mariposa búho, que aterra con sus escalofriantes alas a quien se le acerca.

Análogamente a la metáfora anterior, la personalidad de las personas se ve afectada por los eventos y ambientes en los que estos individuos se ven inmersos. Toman todo cuanto pueden y desean, y a partir de ello comienzan a cambiar. A diferencia de la oruga en el ejemplo, las personas no cambian aleatoriamente de personalidad, ellas deciden qué hacer o no con su vida, por lo que es completamente determinado por su voluntad. Así como esto es cierto, es también seguro que cada persona toma para sí, por sus propias decisiones, lo que la convertirá, a los ojos de quienes la observan, como una mariposa monarca, o una mariposa búho. De nuevo, esto último queda sujeto al paradigma de mundo que cada uno de ustedes, lectores, posee.

24/6/09

Pérdidas

El ser humano está acostumbrado a la idea de tener siempre algo. No importa si es un carro, un perro, una casa, una olla, una cama, una pareja, un amante, hambre, sueño, pereza, interés, compañía o, de forma algo contradictoria, soledad. Siempre construye su mundo alrededor de lo que le rodea. Ese sentimiento de tener algo es casi inherente, instintivamente aplicado a nuestra realidad, siempre sabemos que tenemos cualquier cosa, siempre (y si dudan de que eso sea cierto, pues entonces ya tienen algo: incertidumbre). Incluso, aquel que aun así no tiene absolutamente nada, se tiene a sí mismo, y por tanto ya tiene algo. Es interesante estar divagando hasta el absurdo sobre cuestiones, hasta cierto punto, ridículas, pero es necesario para el desarrollo de este escrito. Es cierto que estamos acostumbrados a poseer algo, ¿pero qué sucede cuando ese algo desaparece, cuando deja de formar parte de nuestra existencia, de nuestro mundo, de nuestra realidad? ¿Nunca se han puesto a pensar si perdieran aquello que más aprecian en su vida? Estamos muy felices con todo lo que tenemos, pero nunca nos ponemos a pensar cuando todo eso desaparezca (lo cual no es completamente seguro, pero justificable dentro del mundo probabilístico).

Muy posiblemente esa pérdida (sea cual sea su índole: material, espiritual, personal, sentimental, cognitivo, etcétera) no suceda por nuestra intención. Así como nuestro mundo da vueltas, habrá cosas que están casi condenadas a desaparecer, aun cuando nuestro mayor deseo es totalmente el contrario. También es posible que nosotros mismos queramos que ese algo desaparezca, ya sea porque lo odiamos, porque no nos conviene o no nos interesa tenerlo, o porque dejó de ser imprescindible para nuestra realidad. Sin embargo, indistintamente de la razón por la que desaparezcan, siempre dejan algún vacío, de una u otra forma. Existen dos clases de vacíos: los que se forman al dejar ese algo que los ocupaban, o los que nunca antes habían sido llenados. De ahí cada uno determina qué clase de vacío le corresponde.

Otro hecho importante es la hábil (y en ocasiones impertinente) capacidad memorística del ser humano. Cuando algo existe en nuestra realidad, se gana un espacio en nuestros recuerdos. Todo el mundo recuerda de qué color es el cabello de cada uno, cuando tuvo aquel accidente que le dejó una cicatriz en la espalda, de qué color es su cuarto, qué comida le gusta o disgusta, o cuáles son los más íntimos secretos que su mejor amigo le ha confiado. Cada suceso de nuestra existencia tiene lugar en nuestra memoria. Aun así, esa memoria también es volátil, y por las mismas razones que por las pérdidas que mencioné anteriormente: porque simplemente se olvidan, o queremos olvidarlas. Las razones por las que eso suceda redundan en este texto. Lo más intrigante de todo es que es más fácil tener una pérdida material que una memorística, y esto va ligado intrínsecamente a qué tan importante es ese recuerdo para nosotros. Es fácil perder un anillo (a mí me ha sucedido muchísimas veces, y por eso no uso tal accesorio), pero si pierden el anillo que le regaló tal persona, a la cual aprecian mucho, ¿podrían olvidar esa pérdida tan fácilmente como perdieron el objeto en sí?

Me gustaría dar un ejemplo aun más concreto (y el que, a decir verdad, estaba tentado en escribir desde hace algún tiempo). Sin duda alguna, eventos más tristes que un funeral son pocos. Son momentos realmente sensibles en la vida de cualquier persona sobre este planeta (quién no lo considere así… le recomiendo buscar ayuda). Aquella persona que ha fallecido se encontrará en dicha situación por cualquier motivo, no es relevante en estos momentos. Y apenas esté a tres metros bajo tierra, habrá sido una pérdida física para todo aquel que vivió a su lado. Es muy fácil perder físicamente cualquier cosa. ¿Sentimentalmente? Lo más doloroso de perder a una persona, es saber que aun sin existir en la realidad, existe en el pensamiento y, por tanto, sigue existiendo. Y bajo ese criterio, siguen existiendo sus virtudes y defectos, sus atributos, sus enseñanzas, sus olvidos, sus alegrías y tristezas. Y no es porque esa persona se transportó metafísicamente en el pensamiento de cada uno (quienes lo vean así, pido mis más sinceras disculpas), sino que todo lo que realizó en vida caló en la personalidad de quienes lo conocieron, y eso no se olvida de la noche a la mañana (incluso, no se olvida).

Las pérdidas materiales suceden todos los días. Todos los días existen fluctuaciones en las bolsas económicas más importantes del mundo, la gente es víctima de asaltos, algunos pierden un diente o el cabello, otros pierden kilogramos de pesos, otros pierden dignidad. Hablar de “perder” podría significar hablar casi infinitamente. Pero son pérdidas superfluas si no tienen significado personal. Perder algo que queremos no implica olvidarlo definitivamente (ya que no existe físicamente, ¿para qué mantenerlo en pensamiento?). Perder algo nos brinda siempre una enseñanza de vida: no se ha perdido todo. Porque nuestra mente siempre alberga en su memoria aquellas cosas que, aunque no queramos, seguiremos recordando porque son importantes para nosotros. Porque en cada etapa de vida existen hechos que marcan cada persona, que forjan su personalidad, y tratar de olvidarlos solo porque ya no existen en nuestra realidad es desde absurdo, hasta hipócrita hacia nosotros mismos y hacia lo que nosotros hemos vivido.

El secreto para superar una pérdida no es tratar de olvidarla. Tal vez sea aceptar que esa pérdida en algún momento fue algo en nuestra vida, y aprender a raíz de ella todo cuanto sea posible. No vaya a ser que en algún tiempo, aquella “pérdida” sea la memoria que más valor tendrá nuestra persona…

13/6/09

Borradores...

Me resulta imposible no tomar el lápiz cada vez que estoy sentado frente al escritorio de mi cuarto. Siempre quise aprender a dibujar, plasmar con simples trazos cuanto cruzara por mi mente, aun sabiendo de mi escasa destreza motora, necesaria para al menos intentar garabatear algo. Es por eso que envidio a quien tiene semejante talento: escribir palabras al azar puede hacerlo cualquier fanfarrón, por lo que me he propuesto a no ser uno de ellos, o al menos tratar de evitarlo. En dado caso, ¿qué puede hacer una persona que anhela dibujar, si lo único que ha aprendido en la vida (y a medias) es escribir? Dibujar con palabras, me gusta llamarlo en ocasiones.

Ayer decidí “dibujar” cuando llegué a casa. El cuarto estaba completamente oscuro, decir que no se veía más allá de un palmo era eso mismo: solo decirlo. Encendí la lámpara de la mesa, luz suficiente para trabajar en el escritorio. Busqué algo de papel, mis anteojos y un lugar cómodo en la silla. ¿Dónde estaba el lápiz?... ¡Ya lo recuerdo! Dentro de una de las gavetas del escritorio. Estaba algo desgastado, así que lo afilé un poco. Todo estaba listo para iniciar.

Antes de hacer la primera línea, abstraje en mi pensamiento lo que quería “dibujar”, para no divagar ni improvisar de más, aunque, a fin de cuentas, el proceso creativo es el que pesa más cuando se imagina. Cerré mis ojos, y desde ese momento aparecieron, una a una, infinidad de seres y objetos, habidos y por haber. Apareció un lobo, un zapato, un copo de nieve, un lago, un bonsái, un viejo, un recién nacido, un cadáver. Apareció un tren, un caballo, una tortuga, una estrella, un árbol, un enfermo, una enfermera, un maniaco. Apareció un mecánico, un policía, un guerrillero, un político y un corrupto. Apareció una sonrisa, un abrazo, un eufemismo, una mirada intrigante, un guiño, un “te odio”, un “te quiero”… Ninguna imagen se quedaba enganchada en mi atención. No pasó ni un respiro, hasta que logré percibir una silueta cautivadora. La progresión de pensamientos se detuvo.

Escribí un cuerpo, altura media, denotaba algunas tenues y características curvas: una convexa, otra cóncava, luego convexa (ya con esto podemos hacer una distinción de género). Escribí su delicado y decidido movimiento, su hipnótico caminar, sus graciosos ademanes. Escribí su cabellera, voluminosa, sedosa, brillante y fragante. Escribí su piel suave, divinamente tersa, inmaculada, irresistible al tacto, al beso. Escribí su rostro, y en él sus ojos. Ojos relampagueantes, llenos de dulzura y seducción, ojos somníferos de un placentero sueño. Escribí sus cejas, sus pestañas, su nariz, sus lunares, sus mejillas, su mentón, todos bailando en armonía cuando habla, cuando se molesta, cuando ríe y cuando llora. Escribí su boca, sus labios rosados y abultados, magnéticos, sensuales, inspiran no menos que ternura cuando dibujan en su rostro la sonrisa, ni menos que vértigo cuando besan. Escribí sus brazos, sus manos, donde se puede encontrar un cálido abrazo, una caricia que engolosina, tranquiliza, cautiva. Escribí su torso, su espalda, sus caderas, sus piernas… La escribí de pies a cabeza.

Escribí también su persona, su templanza, su carácter, sus emociones. Escribí su forma de pensar, de ver el mundo, su nobleza, su transparencia, sus sueños y deseos. Escribí sus gustos, sus disgustos, sus caprichos y sus decisiones. Escribí sus tristezas, sus enfados, sus desconsuelos y lágrimas de sufrimiento. Escribí sus alegrías, su envolvente energía, su libertad, sus diversiones y pasiones. Escribí sus paseos por el parque, por la playa, sus siestas debajo de un árbol, sus pláticas en un café, su contemplar del atardecer, su paso ligero por la calle, su mirada diurna y nocturna. Escribí sus fotografías, sus escritos en puño y letra, sus chistes y sus consejos. Escribí sus “hola” y “adiós”, sus temas de conversación, sus “no me hables”, sus adorables risas, su voz seria, sus decepciones, sus “te quiero”… La escribí por completo.

Escribí a una increíble velocidad, casi tan rápido como sentí que habían transcurrido las horas de anoche, invulnerables a su propósito de desvanecerse durante la eternidad (ya era hoy en ese momento). Leí el dibujo… Lo volví a leer, no para corregirlo ni adornarlo (¿quién ve a un artista agregando pedazos de mármol a la escultura ya estando en la galería del museo?), sino para admirarlo, para leer párrafo a párrafo, frase a frase, palabra a palabra. Juntarlas, separarlas, mezclarlas y volverlas a armar, fragmentando y recreando así aquella figura, esa musa que me inspiró a “dibujarla”. Cerré los ojos, y vi cómo las letras plasmadas en el papel iban formando su cuerpo, poro a poro, célula a célula, como rozaba mi rostro con sus manos y me embelesaba con su mirada. Como me hablaba, como me intrigaba con sus palabras y me separaba de mi ser con sus labios. Vi cómo era para mí, y yo para ella… Vi cómo éramos, cómo somos y cómo seremos.

Dicen que la noche es más oscura cuando está a punto de amanecer. No sé si era tan oscuro por eso mismo, o porque la lámpara del escritorio dejó de funcionar. Solo estoy seguro de que no había visto mi cuarto tan oscuro como en esta madrugada (decir que “la vi” es bastante optimista, con tanta oscuridad era nulo cuanto se podía ver). Tenía el “dibujo” en mi mano derecha. Busqué torpemente el cajón del escritorio, y coloqué los papeles junto a otros borradores. Son borradores, “dibujos” pasados de lobos junto a un lago, de tortugas que duermen bajo un bonsái, de recién nacidos hijos de enfermeras, de políticos corruptos, de cadáveres de maniacos, de estrellas vistas desde un tren, y de muchas otras cosas que pasaron por mi mente en alguna noche. Borradores de ilusiones, de ideas, de realidades, de “como era”, “como hubiera sido”, “como es” y “como deseo” que el mundo fuera.

Antes de cerrar el cajón, una última lágrima cayó sobre el borrador que escribí anoche. Ha sido solo eso… Un borrador.