12/9/09

Haikus varios...

I
Por estos ojos
mi corazón llora su
triste lágrima...

II
Caen las hojas.
El árbol hace burla
de su destino...

III
Noche brillante.
Estrellas que adornan a
la luna llena...

IV
Son dos sonrisas,
cuatro labios, un sentir.
Eterno beso...

V
Sol primaveral,
abraza con amor a
la flor naciente...

VI
Mudo mi cuarto.
Canta al silencio nuestra
vieja guitarra...

VII
Solo el olvido
cambia las páginas de
viejas historias...

VIII
Navega el bote,
mientras separa en dos la
quietud del lago...

IX
De noche busco
esa ilusoria sombra
de tu sonrisa...

X
Tú, ciudad, vistes
solo escotes rojos y
sombreros negros...

XI
Me quiere, no me
quiere. Pétalos muertos,
desnudo clavel...

XII
Brisa del bosque,
ulula entre las ramas
rústico canto...

XIII
Son dos lágrimas:
una extingue este fuego,
otra dice adiós...

(Escritos para Concurso de Poesía Haiku 2009 - Embajada de Japón y Nueva Acrópolis)

23/7/09

Sueño Inconsciente

No es sorprendente lo que ocurre en la ciudad, especialmente de noche. Los testigos simplemente duermen por el cansancio o el terror de los peligros que acechan las desoladas calles, y aquellos que aun no cierran sus ojos apenas inician su penoso día. Donde probablemente caminaban niños y niñas rumbo a la escuela, inocente hábito del saber, en la penumbra los maleantes están pendientes de su próxima víctima. En parques donde los amigos frecuentan sus encuentros y los enamorados sus declaraciones de amor, la oscuridad oculta tras la maleza borrachos y drogadictos que calman (o estimulan, más bien) su degradante adicción. Abarrotados en el día las oficinas, tiendas y restaurantes; en las noches, los bares, prostíbulos, clubes nocturnos y otros antros. ¿Dónde queda la filosofía, la cordura, la conciencia? La filosofía, en un estilo de vida decadente y llevada a los vanos placeres; la cordura, junto con la conciencia, en algún otro lugar del mundo, menos en los senos de la prostituta de asfalto y concreto, la cual da de mamar con asquerosa naturalidad al libertinaje y el desenfreno.
Pero no crean que la vida en la ciudad no me gusta, especialmente de noche, otra cosa muy distinta es que reconozca mis retorcidas inclinaciones por la oscuridad y lo mundano. Cada vez que tengo oportunidad, escapo de mi cuarto y me dejo llevar por el gélido viento y las estrellas. Tomo mi sombrero, mi gabardina, algunos centavos y una mirada seca, para emprender así mi ronda nocturna. No conozco otra luz más que la del amanecer, ni otro astro más que la luna, fiel y reservada vigía de la decadencia en que la humanidad está inmersa.
No recuerdo alguna vida anterior a esta. No tengo recuerdos de infancia, de mis padres, de hermanos (si alguna vez tuve alguno), de algún amigo, de algún amorío. Solo recuerdo que siempre salgo en las noches, en busca de no-sé-qué, de una vaga compañía, de algún pleito, de algún tesoro escondido debajo de las sábanas, o de un diálogo con la soledad. A veces siento que me encuentro soñando con la noche, con la ciudad, como si todo esto fuera una ilusión. Aun así, no es una excusa para dejar ir la oportunidad de aventurarse entre callejones y cantinas de mala muerte, como he hecho hoy.
Todos los martes (¿es acaso ese el día?) acostumbro sentarme junto a la ventana de una taberna, ubicada en el centro de una zona ferroviaria. Coloco mi sombrero y mi gabardina en el asiento de enfrente. Veo cómo la gente toma el último tren que los lleva rumbo a sus casas, cómo otras personas se baja en alguna estación, y a unos cuantos que siguen sigilosamente a aquellas (los motivos por los cuales hacen esto son innecesarios de aclarar). “¡Oye, Gavilán! Lo mismo de siempre, ¡sin piedad!”, y enseguida el cantinero, un cincuentón de altura media, calvo, panzón y con la cara cicatrizada por alguna rencilla (si usara un parche en el ojo lo asemejaría a algún viejo pirata contemporáneo, si es que fuera posible su existencia), pone en la mesa unas frituras terriblemente grasosas y saladas, dos tragos de tequila (para alivianar la pesadez de la grasa contenida en la “comida”) y una jarra de cerveza cruda.
Tomo el primer trago de tequila. Es fácil describir la triste fachada del bar, con tan solo decir que sus dimensiones no podrían superar los setenta metros cuadrados. Tiene dos ventanas que miran a la calle, cuatro mesas centradas en el local, y una barra de unos 5 metros de largo, donde Gavilán se mueve con la gracia de un orangután en el agua. Siempre hay alguna mesa desocupada, no es el lugar más popular de la zona, pero su ambiente es extrañamente envolvente. Luces débiles, amarillas, parpadeantes; una sutil, pero notable capa de humo causada por las chimeneas humanas; cierto olor a apestoso sudor, vaho característico de los lugares hacinados, mezclado ligeramente con flatos y aromas gástricos que sugieren un escaso aseo del servicio sanitario (es por eso que me siento junto a una de las ventanas). La música es variada y agradable al oído, y en ocasiones reservan dos horas para que un mariachi de instrumentos enmohecidos por la humedad y un grupo de jazz experimental, den un ambiente alegre y bohemio al recinto. Precisamente hoy está este último grupo, conozco personalmente al saxofonista (o creo conocerlo), y lo saludo efusivamente con la mano. “Una pieza sublime, que me llegue al alma, ¡no me decepciones, chaval!”, y así la banda empieza con un solo nostálgico del saxofón, seguido de un progresivo acompañamiento del teclado, mientras la batería hace su ritmo base “tisss, tis, tis, tisss… tis tis, tisss…”. Gavilán, aunque no lo parezca, es amante de la música, y trata de flirtear con un par de muchachas, diciendo que él mismo fue quien le enseñó al percusionista. El ambiente estaba preparado para una velada de maravilla.
Como las frituras, y las bajo de mi garganta con la cerveza. Veo que la gente empieza a llegar a la cantina y empiezan a conversar entre ellas. Aplauden con inusitada efusividad cada vez que el grupo terminaba una pieza, y pedían alguna otra (alguna conocida, una tonada melancólica, una oda a la alegría, o simplemente una improvisación). No veo ninguna cara familiar, ni tampoco malgasto mis esperanzas en ver alguna, si con pocas personas me relaciono, y a menos las tomo en serio. La otra mesa junto a la ventana ha sido ocupada por una pareja de jóvenes tórtolos, cuchicheando por aquí y por allá, con miradas ilusamente inspiradoras. En las mesas del centro, grupos de amigos, viejos amigos, que carcajean al escuchar una anécdota, y se burlan de alguna payasada, infaltable en reuniones de ese tipo. Pasan cervezas de un lado, pedazos de pollo de otro, las cuentas por aquí y por allá. Gavilán es pésimo con las matemáticas, y siempre resulta estafado por los clientes, argumentando ellos que había cobrado de más, mientras él decía a grandes voces “seré ignorante, lo acepto… ¡Pero idiota no más que usted!” (ahora veo cual pudo ser el motivo de su grotesca marca en el rostro). Los golpes, las risas, los tropiezos, y las cuentas pagadas sin deuda alguna. “Así nunca va a prosperar, Gavilán… ¡Consígase un ábaco, al menos, y verá cuántos ojos morados se ahorra!”.
De repente empiezo a sentir algunas punzadas. No creo que haya sido la comida, si no siento nada en mi estómago. Es una sensación de presión que ronda desde mi cabeza hasta la punta de los pies, un constante hormigueo que recorre mi cuerpo, y va mordiendo cada centímetro de piel, cada respiro, cada latido. Nunca me había encontrado en un estado tan molesto, tan exasperante. Raspo la mesa con la jarra de cerveza, ya vacía. Tomo un centavo de mi pantalón y empiezo a jugar con él, a pasarlo de una mano a otra, golpear mis uñas contra él, estrellarlo contra el suelo, ¡y las punzadas no desaparecen! El hedor del baño se volvía sulfuroso, penetrante, irritante, y siento que el bar alcanza temperaturas increíblemente infernales, como si descendiera poco a poco, a paso irregular, hasta el mismísimo centro de la Tierra. La gente empieza a murmurar, a blasfemar y reírse, con voces similares a las que saldrían de alguna maldita caverna. Me señalan con sus leprosos dedos, tachándome de loco, de misántropo, de fenómeno, mientras saltaban de una mesa a otra, completamente dementes. Me levanto de la mesa y salgo a la intemperie por un instante (Gavilán casi piensa que me iría sin pagar), veo cómo los trenes se mueven a una velocidad monstruosa, cómo la gente sale disparada de las ventanas, y seguidamente estrellan sus sienes contra el polvoriento suelo. Cómo la luna sube y baja de su órbita, toma las estrellas para construirse una corona de una incandescencia sin igual, que lastima la vista con tan solo intentar verla. Definitivamente esto no es la comida. Con el mayor de los ascos imaginables, entré al baño de la cantina a lavar mi rostro con algo de agua.
Me falta tomar el último trago de tequila. El lavatorio de manos no era mucho más limpio que el baño, en general. Las baldosas que conforman las paredes están manchadas con una sustancia grasosa y, hasta cierto punto, escatológica: es imposible tener las agallas, o la suficiente falta de lucidez, como para atreverse a apoyarse contra los muros. Contradictoriamente, el agua es fría y refrescante, justo lo que necesito antes de que las punzadas vuelvan a dar una segunda estocada. Salgo del servicio sanitario, y me dirijo apresuradamente a la mesa. De súbito me detengo en el centro del bar. Sentada junto a la ventana (mi ventana), está una mujer totalmente desconocida para mí. No es el hecho de que estuviese allí mi motivo de sorpresa, sino la extraña naturalidad con la que se había adueñado de la mesa. Tiene mi sombrero en su cabeza, como para tratar de llamar la atención de su dueño, propósito en el que de inmediato tuvo éxito. Doy un saludo breve, tajante, tomo mi sombrero y lo coloco en su lugar. Sin más normas de urbanidad por romper aquella noche, la mujer tomó del bolsillo de mi gabardina unas monedas, y dijo “¡Gavilán! ¿Acaso la dama no merece ser invitada? Ya sabes lo que me gusta…”. Desde que sea bien pagado, Gavilán no mira de dónde provenga el dinero, y enseguida trajo a la mesa una margarita (no tengo idea de cuánto dinero se apropió para comprarla, pero ya estaba en la mesa). Sentí cómo me hiperventilaba de manera anormal, y cómo mi corazón empezaba a latir apresuradamente (no sé si de la ira, o de algún otro motivo, fuera de mi comprensión), y antes de lanzar el primer improperio, la mujer posa su índice en mi boca. Con un guiño de ojo me dice coquetamente, “déjame tomarme esto, luego habrá tiempo de presentarnos…”.
Tomo rápidamente el último trago de tequila. Siento que todos mis vasos sanguíneos se llenan poco a poco, lo cual incrementa mi sensibilidad, mi ansiedad y energía. No es la comida ni el alcohol, si todos los martes vengo al bar y salgo con toda la normalidad del caso. Es esa mujer, no es común tan poca vergüenza y falta de decoro en una persona con tanta gracia, y sin embargo allí estaba, tratando de tomar de nuevo mi sombrero para jugar con él un rato, como si no hubiera reaccionado ante mi atropellado recibimiento. Mi corazón late desenfrenadamente, lo siento en la garganta, lo siento en las piernas, lo siento en las manos y en la cabeza. Las punzadas se han detenido por el momento, ¡pero parece que las desgracias nunca vienen solas! La mujer, al ver que no había mencionado palabra alguna, reclama “al parecer no me has reconocido aun, ¿es cierto? Ven, demos una vuelta, para aclarar tus dudas”. No me voy del bar sin agradecer a Gavilán, y me despido de él tan efusivamente, que me dice sarcásticamente “¡hombre! Como si no nos volviéramos a ver después”.
La ciudad es terriblemente convulsa, especialmente de noche. De las tabernas salen trastabillando hombres con mujeres en sus brazos, y toman el primer taxi que encuentren para llevarlos a la deriva de la lascivia. Otros que saltan como primates, se arrastran por el suelo, y juran que están escalando el Everest con una barra de mantequilla en cada sandalia que traen de su reciente viaje al trópico. Se escuchan gritos en los callejones, en las calles desoladas, sangre de puñales, diluida por la ligera lluvia que enfría aun más el ambiente. Corren hampones, dejando más confusión a su paso, y con una sonrisa delatora de la dulce amargura a la que están sometidos, por la que tienen que vivir la vertiginosa y aventurera vida del perseguido. Aparecen cadáveres roídos por las ratas y las malas lenguas, los chismes que todo tergiversan. Veo la ciudad, y no veo la gloria de la civilización, sino el síntoma de la depravación, la causa y consecuencia de la perdición de una especie que pudo ser más, y nunca se le dio la gana de serlo.
Las punzadas regresan con un furor vengativo, y arremeten sin misericordia contra mi cuerpo. No puedo caminar más, y trato de apoyarme a un bote de basura que se encontraba cerca. El olor a podredumbre aumenta aun más el pánico que producen las perforaciones nerviosas de mi organismo, y las frenéticas palpitaciones de mi corazón hacen que mis movimientos sean eléctricos, torpes y precipitados. No logro distinguir entre un edificio y el suelo, y veo cómo la luna se va enrojeciendo triste y diabólicamente, mientras toma su corona de estrellas y las arroja, una a una, sobre mi ya lacerada existencia. En ese preciso instante, y con esa escalofriante naturalidad con la que estaba sentada junto a la ventana, la mujer se acerca a mi oído y susurra “¿aun no me reconoces?”. Las sombras de los árboles, de los rascacielos, de los autos, de los postes, de los indigentes, de los moribundos, todas las sombras de la ciudad envuelven a la mujer, mientras lanza una risa aterradora, burlándose de mi ingenuidad e ignorancia. Se convirtió en un monstruo colosal, desproporcionado, todo lo absorbía a su paso y no dejaba rastro alguno, como si fuera una réplica de un agujero negro. Con una voz oscura, con una voz compuesta por todas las voces de los ángeles y demonios, de la que salen rayos y llamas de la boca que la produce, grita sádicamente “¿Ahora ves quién soy, cretino? Ahora me perteneces, le perteneces a la ciudad, ¡le perteneces a la Muerte!”.
Estoy siendo absorbido por su horrible presencia, y veo dentro de ella la perdición de un mundo oscuro e incorregible. Las risas burlescas, los excesos, la adicción, la codicia, el deseo, la malformación, la lujuria; en fin, todo lo mundano va desapareciendo dentro del vacío eterno de la Muerte. Nada perdura, nada es perenne, nada es valioso, sublime ni trascendente. Al final, no se construye un mundo para el futuro, sino que se levanta una sociedad ciega, solo piensa en vivir el ahora, nunca el mañana, y por ello llenan de inestabilidad e incertidumbre a sus sucesores: el mañana no ha llegado, pero el hoy del mañana es el mañana de hoy, ¿no es acaso igual de importante? La Muerte me absorbe, y con ello me hace despertar del sueño en el que estoy inmerso desde no sé cuánto tiempo. La gabardina, el sombrero, la cara seca, la aventura, el desenfreno, todo ha sido producto de mi fantasía. Una fantasía espeluznante, desgarradora, una fantasía que nadie debería vivir, y todos quieren experimentarla alguna vez. La fantasía de la ciudad es pensar que vivirla es realmente vivir. Vivir en un sueño no es vivir, es simplemente soñar…

No ha pasado más de un mes desde que nuestro paciente se encuentra en un coma profundo. Hemos perdido todas las esperanzas en recuperar su estado consciente. Se le han aplicado casi todos los tratamientos existentes en nuestro campo, y en otras áreas de la medicina moderna: acupuntura, trances hipnóticos, aromaterapia, medicación psiquiátrica... Todos en vano. Los diagnósticos de los más prestigiosos especialistas lo han declarado en un “estado irrecuperable”. Hace unas horas, aplicamos vía intravenosa un medicamente de alto riesgo, con resultados experimentales en su mayoría adversos, pero dada la autorización de su única (y aparente) familiar, procedimos a aplicársela sin más remedio.
A las 8:35 am, con una dificultad para respirar y moviendo nerviosamente los labios, el paciente trató de abrir la boca con una dificultad más que aparente. Su aliento recuerda los cuerpos en estado de descomposición después de haber alcanzado la muerte. Agitando rápidamente su rasgada lengua, produjo un débil tartamudeo. No fueron palabras concisas ni transparentes, pero cada una de sus sílabas permitía aclarar cualquier duda de su primera locución luego de un mes de teórica muerte cerebral:
“¿Por qué es de día?”…

4/7/09

Escribiendo al vacío...

En ocasiones es difícil encontrar algún tema interesante sobre el cual fundamentar un escrito, tal cual me ha sucedido con este (tal vez no lo encontré). Apostaría a que a más de uno le costará pensar algo para luego traducirlo a letras (o por lo menos lo espero así, no quisiera ser el único con tan terrible defecto). Tal vez, esa incapacidad sucede por temor a no inspirarse en una idea suficientemente creativa, por tratar de no copiar otro estilo o temática. ¡Existe tanto por escribir, tanto por explorar, escudriñar, imaginar, sentir y comunicar, y es tan patéticamente limitada la mente humana para reproducirlo y, aun así, tan ingeniosa para intentarlo lo mejor posible! Escribir responde a la necesidad por transmitir información de forma más palpable, duradera y concreta, evitando confusiones y malformaciones del mensaje por medio de tradiciones y ejercicios verbales. Comunicar es aquí el objetivo principal, la gente escribe para comunicarse, o al menos para comunicar cuanto piensan, sin necesariamente tomar en cuenta quién será el lector final (este último, desconocedor de la motivación, el estado anímico, y la experiencia vivida por el escritor).

Haciendo una conclusión atrevida y acelerada, podemos decir que el escritor confía en que su escrito será leído, sus ideas serán tomadas por alguien más, las asimilará y las traspasará a su tal vez vasta amalgama de conocimientos. El proceso comunicativo inicia con la escritura, se desarrolla con la publicación, y termina exitosamente con la lectura del texto (quiero aclarar que el éxito de la comunicación se establece con la recepción del mensaje, la forma en la que se procesa esto último es totalmente independiente, pero otorgante de plusvalía, de lo primero). Así es como los famosos literatos de la Historia han alcanzado el reconocimiento: Si Cervantes hubiese dejado los originales de su obra en la gaveta de su escritorio, posiblemente sería otro individuo totalmente anónimo para el mundo, una tumba más bajo tierra, otro número en la estadística (viéndolo de la forma más superficial, por supuesto). Escribir consciente de que el cuento, novela, ensayo, poema, artículo, verso o una simple palabra será leída por alguien más es motivador para cualquiera. ¿Y si nadie lo lee? O más crítico aun, ¿si no se escribe para que alguien lo lea?

En ocasiones es difícil encontrar algún tema interesante por temor a que el texto no sea aceptado, sea ridiculizado, escatimado, desprestigiado y hasta ignorado por quien tiene la oportunidad de tenerlo en frente. Escribir para que alguien más lo lea puede ser complicado, hay que satisfacer los gustos y necesidades literarios de un tercero, todo un reto. Escribir para nadie más que para uno mismo (escribir al vacío, es un calificativo más apropiado) suele ser más sencillo, aunque se escriba de cualquier cosa. No obstante, ese escrito puede resultar más transparente, más auténtico que otro creado para ser leído por alguien más.

Escribir al vacío permite que la creatividad (por más escasa que sea) se expanda y alcance niveles que antes eran restringidos por el fantasma de la aceptación de la idea. Escribir con la única limitante de lo que se desea escribir, es todo, no hay criterios aparte ni aplausos. Escribir cuanto desea, piensa o imagina, y dejarlo viajar por ese vacío. Un vacío que se va llenando de barcos piratas que encallan en una isla imaginaria, de trogloditas que comen con cuchillo y tenedor, de pensamientos que matan, de flores que nacen marchitas y mueren como polen, de dados de una cara, de un azar predecible. Un vacío que se va llenando de arena que va cayendo de los relojes, de gente pura y racional, de dioses impotentes, de notas musicales amorfas y desconocidas, de espacios donde la oscuridad es la presencia de ella (la ausencia de luz, es análogo). Un vacío que se llena de cuanto se desee, y vuelve a vaciarse para ser rellenado una y otra vez, hasta la eternidad de nuestra vida (¿así o más contradictorio?), sin importar que pueda dibujar en otra persona una sonrisa, una mueca o una blasfemia.

Lo más interesante de todo es que no siempre los escritos que se dejan al vacío se quedan en el olvido, en el desconocimiento, el anonimato. Y es allí donde uno verdaderamente se da cuenta si ese infundado temor al rechazo es verdadero o no. Es allí donde se pasa a ser una estadística, o a ser recordado vagamente, al menos. Es allí donde se descubre si esas ideas arrojadas al vacío chocan con otras ideas, o se quedan flotando en el infinito. Es allí donde uno se da cuenta si el tema que encontró era interesante o no para el lector...

30/6/09

Metamorfosis...

El cambio, tómese la definición que encuentren más familiar, es una cualidad normal dentro del mundo material en el que estamos inmersos. Es innecesario mencionar la evolución (¿evolución?) de las diversas civilizaciones a través de la Historia de la humanidad: migraciones, asentamientos, imperialismos, esclavitud, democracias, comunismos y capitalismos… Tantos éxitos y desméritos que, al fin y al cabo, sucedieron y dejaron un legado en nuestro presente. Cambiar es un infinitivo que casi se convierte en imperativo cada vez que se presenta, y si hasta la materia solo se transforma, entonces se puede decir que el cambio es en realidad lo que forma el “todo” (la presencia de objetos es simplemente infructífera. La constante interacción de estos es lo que verdaderamente genera).

Aun viviendo en un mundo volátil, todavía me sorprendo de la naturalidad con la que la realidad cambia constante e indiscriminadamente. Uno de mis mayores pasatiempos es observar a la gente en lugares públicos (¿durante cuánto tiempo lo he hecho?). Algo tan simple como la forma de vestir ha variado, casi en un parpadeo, a una velocidad inesperada, o esperada si se sigue una secuencia de lo que sucede en el medio. De los pantalones y camisas holgadas, a prendas ajustadas al cuerpo. De colores neutros, nada llamativos, a tonos cada vez más ácidos y alocados. De un estilo recatado y elegantemente glamuroso de los 90’s, al renacer del Fénix de los 80’s con su moda vanguardista y psicodélica. Esa transición ocurrió, y está ocurriendo, apenas finalizada la primera década de este milenio, imitando esa delimitación por décadas que se usó en el siglo XX.

Sin embargo, estos cambios son (como dije anteriormente) probablemente esperados dentro de la dinámica social, la globalización, la posmodernidad, y todo este cuento teórico que nos han enseñado en nuestras casas de estudio. Algo mucho más interesante es apreciar un tipo de cambio que, a mi parecer, trasciende al conocimiento real de las personas con las que interactuamos, reta todas las impresiones que construimos día con día, y nos hace reflexionar si es verdad que conocemos a esas personas. Me refiero a los cambios en la personalidad.

Si el mundo es exageradamente cambiante, de forma mucho más impresionante cambia la personalidad. En mi opinión, cada individuo tiene una personalidad distinta cada vez que parpadea, analiza y absorbe todo cuanto percibe en el mundo, y toma para sí lo que le interesa conservar. No existen conductas constantes ni imperturbables. Probablemente lo que nos desconcierta y enoja en nuestra juventud, luego de unos años nos parezca normal, o lo que nos fascina termine siendo lo que más aborreceremos en un futuro. Y eso puede o no suceder por circunstancias, por las cosas que suceden o dejan de suceder (nadie puede refutar este punto, a menos que demuestre la ausencia de eventos en el diario vivir, y que estos no son trascendentes para la experiencia de las personas). Eso no implica que las personas pierden o tergiversan su forma de ver y vivir su mundo. Todo lo contrario, el cambio es natural dentro de la realidad, por lo que no es una pérdida de identidad, sino una evolución (insisto, ¿evolución?) de la personalidad.

En este momento los lectores se preguntarán: “¿Por qué tanto énfasis en eso de si es evolución o no?”. Cuando escribí esa pregunta retórica, también me formulé lo mismo, les soy sincero. Si observáramos la evolución como un macroproceso (por decirlo de alguna forma), en realidad los cambios de personalidad no son parte de la escala evolutiva del ser humano, ni existe un patrón evolutivo. No está en los genes, sino en la psique de cada ser (es decir, la evolución de la personalidad no es biológica, social ni histórica. Pueden influir, pero no son totalmente vinculantes). La evolución de la personalidad hay que apreciarla de manera específica, individual (tantas evoluciones como personas en este planeta).

El concepto de “evolucionar” calza si observamos el cambio de personalidad para cada persona. No obstante, mi mayor duda acerca de si la personalidad evoluciona o no, recae en la involución. A partir de este punto, todo el análisis que traté de hacer objetivamente debe quedar atrás, y hacer paso a la subjetividad que me motiva a escribir este texto.

Las personas cambian. Lo he comprobado no hasta ahora, sino desde que tengo noción de mi realidad. No solo cambian físicamente, eso es obvio y evidente. Todo cuanto sienten, creen, piensan, opinan o dejan de opinar también cambia, y depende en sobremanera de qué tan influenciados se encuentren por el medio. Insisto lo que mencioné anteriormente: el verse influenciado no es reflejo de tergiversación, sino de transformación. Pero no deja de inquietarme el cambio que responde no a una/un evolución/desarrollo. La involución de la personalidad, aunque no es constante dentro del cambio, es también un visitante frecuente dentro del proceso. Lo peligroso de hablar al respecto es mi concepto de involución, diferente o concordante al lector. Una forma sencilla de hablar de la involución de la personalidad es cuando ese cambio en la personalidad afecta directamente a quien la percibe (lo cual hace ver ese fenómeno de forma unilateral: solo veo mal lo que me afecta a mí, lo que me parece que está mal, aunque al otro le parezca bien). Es por esto que deseo plantear la posibilidad de un retroceso en la personalidad, y no ahondar mucho en el tema.

Las personas cambian, y me gusta más verlo como una metamorfosis, en vez de un proceso teóricamente evolutivo. Tal vez, una oruga inicia su vida siendo vista como el insecto más horrible y repugnante. Al darse cuenta de esto, decide que eso no puede seguir siendo así, y prepara cuerpo y mente para cambiar, y come todo cuanto encuentra a su alrededor (y le sea comestible), pasa a su etapa de crisálida, y se prepara para la etapa final de su metamorfosis. Posiblemente, esta pequeña oruga desconozca en qué clase de mariposa se convertirá (me gustaría imaginar que ese cambio sucede de manera aleatoria, solo por fines ilustrativos), lo único que sabe es que se transformará. Al salir de la crisálida, la oruga podría haberse convertido en una preciosa mariposa monarca, y deslumbraría los cielos con su vuelo y sus dorados colores, o su metamorfosis podría terminar por mutarla en una mariposa búho, que aterra con sus escalofriantes alas a quien se le acerca.

Análogamente a la metáfora anterior, la personalidad de las personas se ve afectada por los eventos y ambientes en los que estos individuos se ven inmersos. Toman todo cuanto pueden y desean, y a partir de ello comienzan a cambiar. A diferencia de la oruga en el ejemplo, las personas no cambian aleatoriamente de personalidad, ellas deciden qué hacer o no con su vida, por lo que es completamente determinado por su voluntad. Así como esto es cierto, es también seguro que cada persona toma para sí, por sus propias decisiones, lo que la convertirá, a los ojos de quienes la observan, como una mariposa monarca, o una mariposa búho. De nuevo, esto último queda sujeto al paradigma de mundo que cada uno de ustedes, lectores, posee.

24/6/09

Pérdidas

El ser humano está acostumbrado a la idea de tener siempre algo. No importa si es un carro, un perro, una casa, una olla, una cama, una pareja, un amante, hambre, sueño, pereza, interés, compañía o, de forma algo contradictoria, soledad. Siempre construye su mundo alrededor de lo que le rodea. Ese sentimiento de tener algo es casi inherente, instintivamente aplicado a nuestra realidad, siempre sabemos que tenemos cualquier cosa, siempre (y si dudan de que eso sea cierto, pues entonces ya tienen algo: incertidumbre). Incluso, aquel que aun así no tiene absolutamente nada, se tiene a sí mismo, y por tanto ya tiene algo. Es interesante estar divagando hasta el absurdo sobre cuestiones, hasta cierto punto, ridículas, pero es necesario para el desarrollo de este escrito. Es cierto que estamos acostumbrados a poseer algo, ¿pero qué sucede cuando ese algo desaparece, cuando deja de formar parte de nuestra existencia, de nuestro mundo, de nuestra realidad? ¿Nunca se han puesto a pensar si perdieran aquello que más aprecian en su vida? Estamos muy felices con todo lo que tenemos, pero nunca nos ponemos a pensar cuando todo eso desaparezca (lo cual no es completamente seguro, pero justificable dentro del mundo probabilístico).

Muy posiblemente esa pérdida (sea cual sea su índole: material, espiritual, personal, sentimental, cognitivo, etcétera) no suceda por nuestra intención. Así como nuestro mundo da vueltas, habrá cosas que están casi condenadas a desaparecer, aun cuando nuestro mayor deseo es totalmente el contrario. También es posible que nosotros mismos queramos que ese algo desaparezca, ya sea porque lo odiamos, porque no nos conviene o no nos interesa tenerlo, o porque dejó de ser imprescindible para nuestra realidad. Sin embargo, indistintamente de la razón por la que desaparezcan, siempre dejan algún vacío, de una u otra forma. Existen dos clases de vacíos: los que se forman al dejar ese algo que los ocupaban, o los que nunca antes habían sido llenados. De ahí cada uno determina qué clase de vacío le corresponde.

Otro hecho importante es la hábil (y en ocasiones impertinente) capacidad memorística del ser humano. Cuando algo existe en nuestra realidad, se gana un espacio en nuestros recuerdos. Todo el mundo recuerda de qué color es el cabello de cada uno, cuando tuvo aquel accidente que le dejó una cicatriz en la espalda, de qué color es su cuarto, qué comida le gusta o disgusta, o cuáles son los más íntimos secretos que su mejor amigo le ha confiado. Cada suceso de nuestra existencia tiene lugar en nuestra memoria. Aun así, esa memoria también es volátil, y por las mismas razones que por las pérdidas que mencioné anteriormente: porque simplemente se olvidan, o queremos olvidarlas. Las razones por las que eso suceda redundan en este texto. Lo más intrigante de todo es que es más fácil tener una pérdida material que una memorística, y esto va ligado intrínsecamente a qué tan importante es ese recuerdo para nosotros. Es fácil perder un anillo (a mí me ha sucedido muchísimas veces, y por eso no uso tal accesorio), pero si pierden el anillo que le regaló tal persona, a la cual aprecian mucho, ¿podrían olvidar esa pérdida tan fácilmente como perdieron el objeto en sí?

Me gustaría dar un ejemplo aun más concreto (y el que, a decir verdad, estaba tentado en escribir desde hace algún tiempo). Sin duda alguna, eventos más tristes que un funeral son pocos. Son momentos realmente sensibles en la vida de cualquier persona sobre este planeta (quién no lo considere así… le recomiendo buscar ayuda). Aquella persona que ha fallecido se encontrará en dicha situación por cualquier motivo, no es relevante en estos momentos. Y apenas esté a tres metros bajo tierra, habrá sido una pérdida física para todo aquel que vivió a su lado. Es muy fácil perder físicamente cualquier cosa. ¿Sentimentalmente? Lo más doloroso de perder a una persona, es saber que aun sin existir en la realidad, existe en el pensamiento y, por tanto, sigue existiendo. Y bajo ese criterio, siguen existiendo sus virtudes y defectos, sus atributos, sus enseñanzas, sus olvidos, sus alegrías y tristezas. Y no es porque esa persona se transportó metafísicamente en el pensamiento de cada uno (quienes lo vean así, pido mis más sinceras disculpas), sino que todo lo que realizó en vida caló en la personalidad de quienes lo conocieron, y eso no se olvida de la noche a la mañana (incluso, no se olvida).

Las pérdidas materiales suceden todos los días. Todos los días existen fluctuaciones en las bolsas económicas más importantes del mundo, la gente es víctima de asaltos, algunos pierden un diente o el cabello, otros pierden kilogramos de pesos, otros pierden dignidad. Hablar de “perder” podría significar hablar casi infinitamente. Pero son pérdidas superfluas si no tienen significado personal. Perder algo que queremos no implica olvidarlo definitivamente (ya que no existe físicamente, ¿para qué mantenerlo en pensamiento?). Perder algo nos brinda siempre una enseñanza de vida: no se ha perdido todo. Porque nuestra mente siempre alberga en su memoria aquellas cosas que, aunque no queramos, seguiremos recordando porque son importantes para nosotros. Porque en cada etapa de vida existen hechos que marcan cada persona, que forjan su personalidad, y tratar de olvidarlos solo porque ya no existen en nuestra realidad es desde absurdo, hasta hipócrita hacia nosotros mismos y hacia lo que nosotros hemos vivido.

El secreto para superar una pérdida no es tratar de olvidarla. Tal vez sea aceptar que esa pérdida en algún momento fue algo en nuestra vida, y aprender a raíz de ella todo cuanto sea posible. No vaya a ser que en algún tiempo, aquella “pérdida” sea la memoria que más valor tendrá nuestra persona…

13/6/09

Borradores...

Me resulta imposible no tomar el lápiz cada vez que estoy sentado frente al escritorio de mi cuarto. Siempre quise aprender a dibujar, plasmar con simples trazos cuanto cruzara por mi mente, aun sabiendo de mi escasa destreza motora, necesaria para al menos intentar garabatear algo. Es por eso que envidio a quien tiene semejante talento: escribir palabras al azar puede hacerlo cualquier fanfarrón, por lo que me he propuesto a no ser uno de ellos, o al menos tratar de evitarlo. En dado caso, ¿qué puede hacer una persona que anhela dibujar, si lo único que ha aprendido en la vida (y a medias) es escribir? Dibujar con palabras, me gusta llamarlo en ocasiones.

Ayer decidí “dibujar” cuando llegué a casa. El cuarto estaba completamente oscuro, decir que no se veía más allá de un palmo era eso mismo: solo decirlo. Encendí la lámpara de la mesa, luz suficiente para trabajar en el escritorio. Busqué algo de papel, mis anteojos y un lugar cómodo en la silla. ¿Dónde estaba el lápiz?... ¡Ya lo recuerdo! Dentro de una de las gavetas del escritorio. Estaba algo desgastado, así que lo afilé un poco. Todo estaba listo para iniciar.

Antes de hacer la primera línea, abstraje en mi pensamiento lo que quería “dibujar”, para no divagar ni improvisar de más, aunque, a fin de cuentas, el proceso creativo es el que pesa más cuando se imagina. Cerré mis ojos, y desde ese momento aparecieron, una a una, infinidad de seres y objetos, habidos y por haber. Apareció un lobo, un zapato, un copo de nieve, un lago, un bonsái, un viejo, un recién nacido, un cadáver. Apareció un tren, un caballo, una tortuga, una estrella, un árbol, un enfermo, una enfermera, un maniaco. Apareció un mecánico, un policía, un guerrillero, un político y un corrupto. Apareció una sonrisa, un abrazo, un eufemismo, una mirada intrigante, un guiño, un “te odio”, un “te quiero”… Ninguna imagen se quedaba enganchada en mi atención. No pasó ni un respiro, hasta que logré percibir una silueta cautivadora. La progresión de pensamientos se detuvo.

Escribí un cuerpo, altura media, denotaba algunas tenues y características curvas: una convexa, otra cóncava, luego convexa (ya con esto podemos hacer una distinción de género). Escribí su delicado y decidido movimiento, su hipnótico caminar, sus graciosos ademanes. Escribí su cabellera, voluminosa, sedosa, brillante y fragante. Escribí su piel suave, divinamente tersa, inmaculada, irresistible al tacto, al beso. Escribí su rostro, y en él sus ojos. Ojos relampagueantes, llenos de dulzura y seducción, ojos somníferos de un placentero sueño. Escribí sus cejas, sus pestañas, su nariz, sus lunares, sus mejillas, su mentón, todos bailando en armonía cuando habla, cuando se molesta, cuando ríe y cuando llora. Escribí su boca, sus labios rosados y abultados, magnéticos, sensuales, inspiran no menos que ternura cuando dibujan en su rostro la sonrisa, ni menos que vértigo cuando besan. Escribí sus brazos, sus manos, donde se puede encontrar un cálido abrazo, una caricia que engolosina, tranquiliza, cautiva. Escribí su torso, su espalda, sus caderas, sus piernas… La escribí de pies a cabeza.

Escribí también su persona, su templanza, su carácter, sus emociones. Escribí su forma de pensar, de ver el mundo, su nobleza, su transparencia, sus sueños y deseos. Escribí sus gustos, sus disgustos, sus caprichos y sus decisiones. Escribí sus tristezas, sus enfados, sus desconsuelos y lágrimas de sufrimiento. Escribí sus alegrías, su envolvente energía, su libertad, sus diversiones y pasiones. Escribí sus paseos por el parque, por la playa, sus siestas debajo de un árbol, sus pláticas en un café, su contemplar del atardecer, su paso ligero por la calle, su mirada diurna y nocturna. Escribí sus fotografías, sus escritos en puño y letra, sus chistes y sus consejos. Escribí sus “hola” y “adiós”, sus temas de conversación, sus “no me hables”, sus adorables risas, su voz seria, sus decepciones, sus “te quiero”… La escribí por completo.

Escribí a una increíble velocidad, casi tan rápido como sentí que habían transcurrido las horas de anoche, invulnerables a su propósito de desvanecerse durante la eternidad (ya era hoy en ese momento). Leí el dibujo… Lo volví a leer, no para corregirlo ni adornarlo (¿quién ve a un artista agregando pedazos de mármol a la escultura ya estando en la galería del museo?), sino para admirarlo, para leer párrafo a párrafo, frase a frase, palabra a palabra. Juntarlas, separarlas, mezclarlas y volverlas a armar, fragmentando y recreando así aquella figura, esa musa que me inspiró a “dibujarla”. Cerré los ojos, y vi cómo las letras plasmadas en el papel iban formando su cuerpo, poro a poro, célula a célula, como rozaba mi rostro con sus manos y me embelesaba con su mirada. Como me hablaba, como me intrigaba con sus palabras y me separaba de mi ser con sus labios. Vi cómo era para mí, y yo para ella… Vi cómo éramos, cómo somos y cómo seremos.

Dicen que la noche es más oscura cuando está a punto de amanecer. No sé si era tan oscuro por eso mismo, o porque la lámpara del escritorio dejó de funcionar. Solo estoy seguro de que no había visto mi cuarto tan oscuro como en esta madrugada (decir que “la vi” es bastante optimista, con tanta oscuridad era nulo cuanto se podía ver). Tenía el “dibujo” en mi mano derecha. Busqué torpemente el cajón del escritorio, y coloqué los papeles junto a otros borradores. Son borradores, “dibujos” pasados de lobos junto a un lago, de tortugas que duermen bajo un bonsái, de recién nacidos hijos de enfermeras, de políticos corruptos, de cadáveres de maniacos, de estrellas vistas desde un tren, y de muchas otras cosas que pasaron por mi mente en alguna noche. Borradores de ilusiones, de ideas, de realidades, de “como era”, “como hubiera sido”, “como es” y “como deseo” que el mundo fuera.

Antes de cerrar el cajón, una última lágrima cayó sobre el borrador que escribí anoche. Ha sido solo eso… Un borrador.

29/5/09

¿Podría?...

¿Quién puede escribir poesía
cuando se calla?
Pensamiento errático, reprimido.
Callar cuando se ama,
callar en voz alta...

¿Quién puede escribir poesía
cuando no se llora?
Negación hipócrita,
insensible.
Llorar en el parque,
en el cine.
Llorar con llanto
incomprensible...

¿Quién puede escribir poesía
cuando no se ríe?
Alegría plena,
indestructible.
Inmutable al tiempo,
a la distancia.
A la circunstancia
y a quien declama...

¿Quién puede escribir poesía
cuando no se siente?
Corazón agitado,
desahucidado.
Poesía en sangre escrita,
con comas sonrisas
y lágrimas puntos aparte...

¿Quién puede escribir poesía
cuando no se ríe,
no se llora ni canta?...
¿Quién puede escribir poesía
cuando no se siente,
no se muere
ni se vive?...

21/5/09

Lo racional en lo irracional? Viceversa

Durante algún tiempo (digamos, desde bastante tiempo atrás), me hice una pregunta retórica (porque, ¡vamos! ¿Quién se va a atrever a responderla si se la preguntara?) que prácticamente va en contra de nuestra ya enredada naturaleza: ¿Qué pasaría si se dejara de lado el sentimiento, para darle plena potestad a la razón para actuar y juzgar imparcialmente? Como ya es costumbre, me encanta analizar este tipo de preguntas por casos hipotéticos. Pero no sé si la conclusión a la que se puede llegar a raíz del análisis del cuestionamiento pueda traernos algo revelador para comprender un poco más nuestra forma de ser como ente humano. Eso, a decir verdad, queda a criterio de cada lector (porque, al contrario de muchos escritores manipuladores, nuestra tarea es mostrar un mundo para que cada uno lo adecue a su paradigma, no tratar de argumentar y defender a capa y espada sus argumentos, aunque sean errados).

Para algunos aspectos de la vida, ser plenamente racional se vuelve un beneficio. En los negocios, no gana quien llore o se enoje más para que le acepten su oferta, sino quien aprendió a persuadir y convencer calculadoramente (casi maquiavélicamente) para lograr cerrar con éxito un trato. En la planificación, ganaría no quien tenga el plan más bonito e iluso, sino quien verificó los pro y contras del proyecto y depuró una estrategia para que su objeto final (no sé: un edificio, un plan de estudio, lo que sea) no tambalee por las adversidades. O incluso, en la vida personal, quien ordene bien sus prioridades por encima de todo antojo adolescente, logrará con mayor facilidad obtener su éxito personal que una persona completamente ambivalente e indecisa de su vida (cuestión bastante peligrosa en este mundo implacable y desconsiderado).

No obstante, podemos ver que los ejemplos citados son ya racionalizados por muchas personas (me incluyo... mea culpa). Con un poco de autodeterminación, es sencillo lograr administrar nuestra cotidianidad de forma objetiva (para unos más fácil que para otros... por el evidente motivo de la variedad de personalidades). Esto se debe a que, a ciencia cierta, todas estas cosas son creadas por el lado racional del ser humano (no las vemos en la naturaleza, creciendo como fruto en algún árbol). Son aspectos racionales de nuestra realidad. Ahora bien, con un poco de análisis, el lector podrá cuestionarse: "si hay aspectos racionales, ¿qué pasa con la razón en los aspectos irracionales?". ¡Gracias! Me han tentado a improvisar una respuesta.

Imaginen tener una escala para medir la compasión que se debe tener al ver a una persona en determinada situación, o un medidor de intensidad de amor que se siente hacia su pareja o sus seres queridos. ¿Serían capaces de decir "yo siento más compasión por este que por aquel" o "yo amo más a esta que a otra persona"? Igual con los sentimientos negativos, como un "odio-metro" para medir cuánto odia a esa "criatura de Dios", o un contador de grados de envidia (sin duda alguna, serían parte de los grandes inventos de la humanidad, si se llegaran a crear). Es bastante difícil (por no decir imposible) imaginar un mundo totalmente regido por la razón, subordinando incluso nuestros sentimientos. Nunca se dará algo así porque son aspectos de vida completamente independientes de lo racional. Se odia, se siente envidia o compasión, o se ama con tanta intensidad, que no es humanamente posible describirlo con precisión (ni las palabras, mediadores entre lo racional y lo irracional, pueden lograrlo).

Un mundo completamente racional sería gris, monótono, frío e insensible. Tratar objetivamente lo irracional (como muchos autores han tratado de hacer, y de lo que hablaré en algún otro escrito) destruye por completo su esencia: su naturaleza indescriptible y misteriosa (porque nadie puede conocer la efervescente y metamórfica conducta de nuestra confusa mente).

Así, llegamos a esta interesante conclusión (antítesis, más bien) del análisis: no podemos insertar a la fuerza la racionalidad en nuestros sentimientos, el aspecto puramente irracional, por excelencia de nuestra naturaleza. Pero nadie ha dicho que no hay pérdidas del juicio ni contradicciones en nuestras conductas racionales, causadas por la inestable parte sensible del humano (cuestión más interesante que la ya predecible conclusión a la que llegamos, a mi parecer). Más adelante, vice versa...

Fecha de Escritura: 15/11/2008

18/5/09

Rosas...

-¡Calla! Simplemente calla, que quiero contarte una historia.

Los dos estaban sentados uno enfrente del otro. Él, entusiasmado, prestaba total atención a los labios delgados y suaves de ella, mientras que la bella dama trataba de justificar su comportamiento. Ella Quería enmendar los errores del pasado, causados por la locura y testarudez juvenil; él solo quería verla. Con la intención de alargar la incertidumbre y el vértigo que provocaba la conversación, el joven le dijo:

-¿Pero de qué estás hablando? Las historias me aburren. Ya te pareces a…
-¡Te dije que callaras! ¿Por qué eres tan terco? Siempre lo has sido -reclamaba ella con ahínco.
-Tú has provocado que yo sea así. Por más que desees, no puedes negarlo.

En parte, era verdad lo que él decía. La vida le había jugado muchas tretas, pero la más grande de todas es haber creído que ella lo amaba. Su forma de ver el mundo había cambiado desde que conoció la belleza presente en tan delicada mujer. Muchos han sido juzgados de locos por consumirse en el conocimiento o desentenderse completamente de la vida. No obstante, los más cuerdos de estos son los locos por amor: por lo menos su mente ha sido perturbada no por números, letras o por hechos abominables, sino por lo más delicioso y prohibido que un hombre puede sentir (no conozco lo suficiente a la mujer como para inferir que eso también las vuelva locas. Tendré que preguntarle a alguna).

Ella, por su parte, no se percató del desorden de ser que tuvo al frente durante tanto tiempo (días, meses, años… ¿acaso es indispensable contarlos?). Tampoco era su obligación hacerlo, también tenía una vida independiente. Salía con uno, comía con otro, se abrazaba con aquel y se besaba con ese. En realidad, ella no tenía la culpa de la locura de su amigo: la culpa la tuvo él mismo, pues su cuerda locura lo dejaba también mudo y agudizaba su vista e imaginación.

¿Por qué ese idiota no manifestaba una sola expresión del mar de sentimientos que surgía en su alma? Eso ni yo lo sé (¿por qué tengo que saberlo todo?). Cada vez que la veía, su cuerpo dejaba de funcionar. Entraba en un trance sin regreso. Tan solo le bastaba verla por unos segundos para dejar volar su mente hacia un mundo utópico. Si lograba cruzar una palabra de forma racional con ella, pensaba que leía tomos enteros de la Enciclopedia de la Vida. Cuando sus vistas se separaban por el resto del día, significaba el regreso a la fría realidad de su mundo: un mundo de locos.

En una ocasión, él estaba más rematado que de costumbre. Cuando la encontró, le pidió que la acompañara a un rosal de un vecino, amigo de ambos. Mientras la sujetaba con una mano, su otra extremidad arrancaba del arbusto una pequeña y abultada rosa. En su intento por tomar la flor, su dedo índice fue atravesado por alguna espina malintencionada del tallo, derramando así una pequeña gota de sangre.

Él le preguntó:

-¿En qué se parece una mujer a una rosa?
-Mmmmm… no tengo ni idea.- respondió capciosamente ella. –dime la tuya.
-Simplemente tómala. Luego se te ocurrirá algo.

Seguían sentados en la misma mesa, uno frente al otro. La ansiedad de él aún no disminuía (parece que su té estaba algo cargado). En un movimiento sutil, ella sacó de su bolso un pequeño libro. Lo abrió más o menos por la mitad y sacó la rosa de aquella ocasión. Ya estaba bastante decolorada, pero no había sufrido cambios mayores. Consternado, él le preguntó algo nervioso:

-¿Todavía la conservas? Pensé que esos juegos de niños…
-¡Calla de una buena vez! Piensas demasiado para mi gusto- le reclamó ella por última vez en esa tarde y, probablemente, en todo el resto de su vida. - Ahora déjame contarte mi historia.

Fecha de escritura: 09/12/07

15/5/09

Sátira de la realidad: amor incondicional

Recientemente he leído algunos textos de Gandhi (Reflexiones sobre el amor incondicional) y de Jacques Sagot (Amor y perdón - La Nacion, 30 de enero de 2009) que intersecan en una temática algo subordinada en los últimos tiempos: el amor...

Por favor, si antes de usted leer este texto piensa que "amar" es solo llenar de besos y abrazos a alguien, regalarle las flores más lindas, decir ensordecedoramente palabras melosas... le invito a salir de mi diario, no vaya a ser que se lleve una mala experiencia en su lectura... quitemos esa máscara repulsivamente materialista que le han dado a tan sublime sentimiento (cualquiera regala una caja de chocolates en forma de corazón... ¿quién pone su propio corazón en la caja del amor, y lo obsequia con dedicación?)...

Es muy fácil ver el amor como un sentimiento vano, tratarlo por encima... o peor aun, tratarlo sin importancia de análisis, por ser TAN subjetivo y hasta censurado por la sociedad (o verlo de forma egoísta, como un trato unilateral de "me importa que me amen, y luego ahí veremos para el resto")... Para comprender estos escritos mencionados anteriormente, hay que ver el amor de manera global... No solo como un sentimiento, también como una forma de vida, y un trato recíproco entre las personas... Hecha la salvedad, será conveniente proceder...

Ambos pensadores, Gandhi y Sagot, dibujan una utopía social acerca del amar como estandarte en cada uno de nuestros actos... Tan solo con el hecho de leer "el ser humano no tiene otra misión en el mundo que la de amar" ya nos echamos la soga al cuello (como se diría jocosamente), puesto que nos obliga a meditar si esto es correcto o no... Y si concluímos que no... ¿entonces para qué estamos aquí? ¿Para odiar? Sí, es muy delicado llegar a conclusiones tan extremistas... mejor llevamos todo con un poco más de calma...

Uno de los motivos por el que existen las utopías, aunque parezca extraño, es para mostrarnos lo mal que estamos... Es fácil decir que las utopías son para mostrar un mundo idílico, lleno de perfección y pureza social... Les digo que esa es la forma optimista e inocente de ver las utopías... ¿A quién le gusta decir que está equivocado?

Las utopías nos quitan la venda, y nos muestran lo equivocados que estamos al pensar que nuestra forma de vida es la ideal... Todo aquel que no vea en las utopías un motivo para mejorar la sociedad en la que vivimos, es ciego e insensible... y aquel que diga que nada se puede hacer, es conformista... Peor aun, el que diga que se pueda llegar al ideal, es un iluso...

Esperen, esperen... ¿Entonces qué hacemos?¿Dejamos de pensar en "lo bonito que sería el mundo si..."? Sagot nos ilustra la solución más sensata: "Los seres humanos podremos no ser perfectos, pero sí somos perfectibles, y tenemos el deber ético de acercarnos al ideal, aun cuando sepamos que no vamos nunca a alcanzarlo plenamente."

No está tan alejado de la realidad... a decir verdad, las personas mejoran solo si existe la voluntad de hacerlo... y no tratar de mejorar implica que simplemente no se desea, conformándose y resignándose con lo que es... conclusión: quien no se preocupa por mejorar y perfeccionarse, es un mediocre (y no digo que quien lo intenta y no puede, sea un mediocre... eso es completamente distinto, porque existe voluntad de hacerlo)

Es hora de unir ideas... ¿de qué nos sirve ver el amor como una forma de vida... de estar dispuesto a escuchar, atender, comprender y hablar con alguien, sin miramientos de limitaciones de ningún tipo? Simple, para mejorar como personas... Para mí, es triste ver cómo la gente se alimenta de envidias y rencores... el odio no genera ningún tipo de beneficio, más bien recrudece el ambiente y a la persona misma... amar, en cambio, genera, construye, edifica y realza lo que hacemos... Y no solo esperar a que nos amen, sino tratar de amar a aquellas personas que merecen nuestro aprecio... e insisto (para los que no entendieron al inicio), esto no se demuestra con cosas materiales, mundanas... una tarjetita o un chocolate... se demuestra con hechos fehacientes de nuestro sentir... estar ahí para aquel que amas, siempre... Ese es el amor incondicional...

Gandhi lo veía todo a muy grande escala... ese tipo de proyectos es casi imposible de llevar a cabo, puesto que para que TODO el mundo se ame, literalmente tendríamos que dejar de ser humanos (olvidar impulsos, dilemas, rencores... es muy difícil)... pero con tratarlo en nuestra pequeña esfera de vida, los cambios positivos no demorarían en llegar... Amemos incondicionalmente a quienes amamos, debería ser una obligación... amar condicionalmente? Esa es la verdadera sátira a lo que conocemos como amor...

Fecha de escritura: 31/01/09

Ilusiones...


Sí. Él caminaba por la vereda. Miraba a su alrededor, buscando un destello de luz, pese a que las nubes rondaban por los cielos. Se asomaba por el camino natural de los árboles, se sentaba en las tenues sombras que proyectaban las copas. No había hecho nada más en todo el día. Solo daba un paso a la vez, sin prisa ni desánimo: ya le bastaba el que tenía en su alma. ¿Comida? Si deseaba, podía digerir aire. ¿Bebida? Se ahogaba en su propio llanto. Él solo quería caminar. Quería pensar. Terminó reposando junto a un tronco seco, restante de la tala infructuosa de algún leñador malintencionado.

Soñó que seguía caminando por la vereda, con la misma paciencia y religiosidad de antes. Apareció de repente una pequeña cabaña, algo averiada por las inclemencias del tiempo y el clima. Como era costumbre, simplemente la ignoró y siguió en sus cavilaciones. Inexplicablemente, al dar el siguiente paso terminó encontrándose frente a la puerta de la casa. Algo molesto y confundido, trató de dar vuelta y seguir por su camino. No pudo ni siquiera girar su cuerpo. Estaba siendo obligado a abrir la puerta y entrar en la penumbra de tan intrigante edificio. No había cerradura, por lo que tuvo que embestir la entrada.

Dentro de la casa, era casi imposible ver a más de una palma lo que había frente a los ojos. Viendo eso, él se sorprendió porque la poca luz que podía entrar por la puerta no pasaba de allí, como si se tratase de una simple pintura fluorescente. Solo podía seguir hacia adelante. Y con esa ciega fe de los esperanzados, siguió caminando, paso a paso. Pasaba por recámaras cada vez más frías, como si fuera descendiendo hacia las profundidades de la tierra (¿Quién dijo que el infierno era infinitamente caliente?). Sus huesos empezaban a congelarse, y los músculos de sus piernas ya no respondían. Cuando su cuerpo no pudo resistir más la aridez gélida de la casa, se desplomó estrepitosamente contra el suelo. Cerró los ojos.

Nadaba en un lago. No era dentro de la vereda, ya que no existía ni un pozo de agua en las cercanías del lugar. Era tanto el frío, que el simple hecho de luchar contra el líquido del lago era ya una tarea titánica. La costa se vería relativamente cerca, por lo que él se sintió aún más animado a luchar contra el clima y el cansancio. Cada vez que daba una brazada, parecía que la orilla del lago se alejaba un poco más. Su desesperación aumentaba, al igual que su agonía. Se confundían sus lágrimas con el agua que salpicaba por su afanado movimiento. Ya desfalleciendo, se dejó ir. Descendía lentamente hacia el fondo del lago, resignado y desgarrado por dentro. Nuevamente, trató de cerrar los ojos. No obstante, por más que trataba, le era imposible. No le dejaban seguir soñando que desaparecía del mundo. Un cálido brazo rodeó su cuerpo y lo sacó del lago.

Con un sudor aún más frío que el cuarto, se despertó aparatosamente. Respiró hondo, como si fuera la primera vez que respirara en su vida. Seguía en el suelo del cuarto, pero algo había cambiado: apareció una ligera luz por toda la casa. Ya podía volver a la entrada, pero no por ayuda de su propia fuerza. Ese ser que le ayudó a salir del lago tomó su mano, y lo dirigió hacia la salida. Sentía como esa mano lo tomaba amablemente, con un cariño sobrehumano, y una ternura sobrecogedora. Sus fuerzas –que, de todas formas, eran escasas– se recobraban lentamente. No quería abandonar esa mano, y cada vez la sujetaba con más fuerza. En un intento de conocer a ese ser, movido por el agradecimiento y la locura, él extendió su otro brazo, para tratar de abrazarle. No pudo palpar nada. Era imposible alcanzarle.

Al llegar a la puerta, él se quedó estático, sin soltar la mano. Al parecer, prefería quedarse allí, en ese irreal lugar… en ese irreal momento. Trató de llevarle consigo, halando con una energía poco habitual en él. El brazo de ese ser se quedaba inmóvil, con la firme voluntad de quedarse en la cabaña. Él no lo podía aceptar, y halaba cada vez con más decisión. Lloraba por la desgracia que significaría la pérdida de ese ser. Sabía que nadie más había intentado algo similar, y deseaba mostrarle el mundo qué él conocía. En verdad, quería conocerle.

Tanto fue el forcejeo y la voluntad sincera de él, que el ser decidió ceder y cruzar por la puerta. Allí, las nubes del cielo se apartaron, y dejaron que el sol (protagonista oculto por su miedo a aparecer en el firmamento) brillara una vez más. Ese brazo ya no parecía que se sostuviera en el aire. Él vio que después del brazo seguía un hombro, un cuerpo, un rostro. Era hermosa, grandiosa y real a su manera. Simplemente, él la abrazó con un amor indescriptible, con un deseo de nunca separarse de ella. Rodeando él su cuello, y ella su cintura, caminaron juntos por la ruta infinita de la vida.

Una gota de lluvia cayó en la nariz de aquel hombre, luego en sus ojos y en su boca. Despertó. No tenía ningún ser maravilloso a su lado, ninguna mujer que le diera otro sentido a su vida. Era solo ese sueño llevadero de nuevo. Levantó su cabeza del tronco seco. Las nubes lloraban su tristeza, al ver a ese pobre diablo, carcomido por sus utópicos sueños y deseos. Sacudió sus pantalones y apresuró el paso, para no terminar abatido por sus propios lamentos. Su silueta se perdió en la densa neblina que cayó en la vereda.

Fecha de escritura: 26/11/2007