15/10/11

Lectura a una desconocida

Dos minutos para las dos de la tarde. Dos minutos justos para que el chofer del bus encienda el motor del vejestorio que conduce. Subo, doy unas cuantas monedas, recibo otras a cambio y busco algún asiento disponible. Y digo “busco asiento” porque, por lo general, a dos minutos de que el bus inicie su trayecto, es complicado encontrar lugar entre el gentío. Pocos asientos están disponibles: junto a una señora con una pequeña de apenas unos 6 meses de vida, algún tipo con sus audífonos a todo volumen, un hombre de edad algo avanzada que empieza a cabecear. Por último, una joven con unos libros, un bolso y una mirada que apunta al exterior del bus. Decido sentarme junto a ella.

En realidad es una muchacha, por decir poco, atractiva a la vista. No había prestado atención al respecto solo hasta cuando me senté y sentí un aroma suave y gentil que emanaba de su cuerpo. Tal vez por timidez volteo disimuladamente la mirada para ver fugazmente su ser. Parece preocupada, pensativa, como quien reflexiona e interroga al vacío esperando una respuesta. Un suspiro, mira el reloj, se acomoda y abre uno de sus libros. Portada dura sin título, libro usado. Un minuto para las dos de la tarde.

Como es usual, saco mis lentes y mi libro acompañante para hacer un poco ameno el trayecto. El bus arranca con su trote habitual. Mientras paso mi mirada por las líneas del texto, noto que por algún motivo no logro concentrarme en la lectura. Vuelvo al inicio del capítulo, releo las primeras palabras. Esfuerzo infructuoso. Me entra una tremenda curiosidad por saber qué lee la joven (o a lo mejor ese solo es un mal pretexto para decir que ella me distraía de alguna manera). ¿Y qué pasaría si le pregunto qué está leyendo? ¿Me ignoraría, me daría el nombre sin más o cerraría el libro? Si sucedieran las primeras dos alternativas la cuestión no pasaría a más y tendría que esforzarme nuevamente por reiniciar mi lectura. Si cerrara su libro... Bueno, a lo mejor se molesta, mejor no hacerlo.

Han pasado diez minutos. Diez minutos de lectura infructuosa, de pensar en un sinfín de posibilidades, de realidades alternas. Paso la página para al menos disimular un poco. He notado que ella no ha pasado de página en todo el trayecto. ¿Estará pensando lo mismo que este ingenuo? Otra mirada fugaz, me parece ver que está dormida, pero súbitamente abre los ojos, se sacude y sigue con su libro. Nota que la he mirado, se ve algo incomodada, carraspea, retoma la postura y vuelve algunas páginas atrás. Ha perdido el hilo de la lectura, según parece.

Dos y veinte. Casi vamos llegando al final del camino. Poco a poco el bus se ha ido desocupando (tal vez queden unos ocho o diez pasajeros). Coloco mi separador del libro en su lugar y guardo mis lentes. Veinte minutos de lectura desperdiciados por un supuesto. Llega el bus a la última parada, ella guarda rápidamente algunos libros en el bolso y otros los carga en sus brazos. Me levanto rápidamente, doy las gracias al chofer y me bajo del bus sin más. El día empieza a ponerse un poco gris, un poco de viento, apenas para ir por un café y seguir con mi lectura de una buena vez. Una voz delgada hace una entrada extraña y dubitativa:

-Eh, muchacho... Qué pena la pregunta, ¿pero ese libro no era de Gasset?

¿Cómo pudo notarlo, si mi libro no tiene encabezado alguno? Con un tono más confuso aún respondo:

-Sí, sí... De hecho, es de Gasset.

Silencio incómodo. Retomo:

-No es por importunarla y le pido que no lo tome a mal. Me preguntaba... Bueno, le pregunto, ¿gustaría ir por un café?

8/10/11

Un moribundo...

Los ojos del anciano, cansados y arrugados por tantos soles que entraron y salieron en su vida, miraban hacia un punto fijo del techo. Parpadeaba no con mucha frecuencia, el habla le fallaba con intermitencia y el instinto, irónicamente consciente de su importancia, forzaban su respiración. Su boca se mantenía abierta, y solo movía un poco la lengua y la mandíbula para tragar y balbucear algún mal obrado gemido. Olía a viejo, a sudor y agonía, a cansancio mezclado con llanto nocturno, a sobros del desayuno y saliva seca en los labios.

Yacía en una cama de sábanas blancas y cobijas de algodón, rombos rojos y azules. Al lado, una mesa con una lámpara de luz tenue, un reloj que siempre marcaba las 3 de la tarde, una libreta de apuntes, un vaso con agua y pastillas esparcidas en aparente desorden. Había una foto, una pareja frente a un chalet en la montaña, nieve alrededor, las montañas de fondo parecían difuminarse al acercarse al celeste de un cielo despejado. El cartón de la fotografía estaba ya algo deteriorado, la esquina superior derecha parecía estar amarillenta por el tiempo y el trajín.

A pesar de sentirse a solas, el cuarto permanecía relativamente tibio gracias a una pequeña chimenea ubicada cerca a la cabecera de la cama. Sus carbones ya estaban a punto de apagarse y la última brasa buscaba aire de dónde agarrar una nueva chispa, antes de disiparse del todo. Afuera había una recia tormenta, golpeaba a veces la pequeña y única ventana del cuarto, parecía que se formaba una leve capa de escarcha, dificultaba la vista hacia el exterior. Las paredes hacían estrecho el cuarto y el suelo de madera crujían cada vez que el viento golpeaba el exterior. La puerta se ubicaba completamente opuesta a la cama, teniendo que caminar más de la cuenta para ir de un lado a otro de la recámara.

Sí, se sentía a solas. Disimuladamente sentada en una de las esquinas estaba una sombra. Lo miraba atentamente en todo momento. A veces miraba su muñeca, como quien se fija en la hora; otras veces daba una vuelta por el cuarto, inspeccionaba si la chimenea aun humeaba, repasaba la fotografía, contaba las pastillas, pasaba por encima del viejo, luego por debajo de la cama, se fijaba en la tormenta que se avecinaba y finalmente se ocultaba de nuevo en la esquina. El viejo solo seguía mirando el techo, tragaba saliva y tosía con un chillido mudo en los bronquios.

El viento dejó de golpear la ventana. Solo se escuchaba la brasa chistando cada vez con menor intensidad. El viejo respiró profundamente, tomó alguna bocanada de fuerzas y murmuró "Es hora", sin decidirse entre preguntar, afirma u ordenar. La sombra se acercó al moribundo y rozó su mano derecha. Se detuvo un instante para observar la fotografía de los dos jóvenes, hipnotizada por el recuerdo. Con un movimiento sereno cerró sus ojos (tan inertes ya, que ni energías sobraban para cerrarlos por su cuenta), y luego se transportó de un lado a otro hacia la puerta, abriéndola de par en par. Desde afuera entró un leve soplido, fresco, cristalino, viento de invierno. Recorrió con dificultad el largo del cuarto, enfriando paulatinamente el ambiente tibio que circundaba, y con lo último de su impulso apagó la brasa de la chimenea.

10/9/11

Más allá de una mirada...

Lo acepto, me obsesionan más que solo las miradas...

Y es que gran parte de lo que me gusta observar, analizar, disfrutar y recordar no es simplemente un par de ojos que se abren y cierran. Las miradas son más que eso, tal vez mucha gente no percibe ese perfecto mosaico de componentes que adornan la mirada de alguien. Mi definición de “primera impresión” tiene más o menos esa orientación.

Cuando me llama la atención una mirada, veo más allá del color del iris en sus ojos, cómo se abren y cierran a ritmos algo intermitentes, si brillan o se notan cansados. Me gusta ver también como conjuga su expresión labial, su sonrisa, su gesticulación, sus labios tristes o meditabundos, su sonrisa tímida u omnipresente. Es importante el tono de voz, con cuánta mesura se expresa, si chilla en vez de hablar, qué tan inteligente es cuanto sale de sus pensamientos, si su risa se contagia, si se le quiebra la voz por miedo a decir algo inapropiado, si se toma su tiempo o atropella cuanta palabra se encuentra. Me gusta ver cuando sonríen hasta sonrojarse, su expresión de sorpresa, miedo o alegría; su rostro serio o decidido, imaginar el rostro que se esconde tras un libro.

Se dirán, ¿acaso no es un poco raro pensar en todo ello? Sí, probablemente sí. Pero me parece normal, tomando en cuenta que el principal medio de comunicación no verbal se halla en nuestros rostros. Es por ello que, a veces sin darnos cuenta, damos un valor adicional al encuentro personal, a sentir que con quien hablamos realmente existe para nosotros, a vernos en un café o en el parque. Sentirse vivo también es sentir que comunicamos que nos sentimos vivos y que alguien más lo haga a manera de respuesta y gratitud.

Por eso, cuando quiero recordar a alguien que tiene cierto significado para mi existencia, imagino que me habla y que su rostro me dice lo que recuerdo que me decía. Sin duda, no sé qué seríamos de nosotros si no recordáramos al menos esa mirada, ese rostro, esa persona.

10/7/11

Cien palabras (II)

I
Los oficiales rodean el cadáver. Por otra parte, los policías de bajo rango buscan huellas y pistas en una casa llena de recuerdos de viajes y cuadros baratos. Un cuchillo incrustado desde un lado del cuello, atravesando por completo la laringe y la yugular. Nadie escuchó grito o pleito alguno. Nadie vio entrar o salir a ningún desconocido. Ni siquiera se sabía si tenía cercanos: solo trabajaba, vendía libros usados y regalaba poemas a alguna chica que se sentara a su lado en el tranvía. Encontraron una carta en la cómoda del cuarto: “No busquen más, idiotas: se llama suicidio”.

II
Bajo el sol crepuscular, un poeta se sienta debajo del árbol, saca una pequeña libreta de cuero, un lápiz, posa su mirada en el horizonte, cierra los ojos, suspira y empieza a murmurar. Se escucha una pequeña caída de agua que alimenta el arroyo. La brisa hace caer unas cuantas hojas del árbol sobre su cabeza. Abre los ojos, sacude su cabello y dirige su mirada hacia una pequeña rana que reposa tranquilamente en una de las piedras del arroyo. En ese instante, la rana salta hacia el agua y empieza a nadar. El poeta sonríe y empieza a garabatear.

III
“Maestra, ¿qué es la guerra?”, preguntó un curioso niño, interrumpiendo la clase. Sus compañeros se quedaron viéndolo, y luego miraron a la maestra, porque a lo mejor ellos tampoco tenían claro el concepto. Ella, que estaba escribiendo unas frases en la pizarra, se detuvo, guardó la tiza, volvió su cuerpo hacia el grupo y vio al niño con la mano levantada, signo de la más profunda inocencia. “¿Dónde escuchaste esa palabra?”, “En el periódico, nunca había leído esa palabra, había una foto con edificios que se rompieron”. Cuánta ingenuidad. “Mi pequeño, para empezar, los edificios no se rompieron: los rompieron”.

IV
Se sentaron en uno de los sillones del café. Música tranquila, ambiente acogedor, aroma característico, idóneo para pasar un rato ameno entre tazas. Había cierta concurrencia, eran las tres de la tarde. Profesores ponían sus libros sobre la mesa, señalaban sus cubiertas y reían parafraseando cada frase memorable que se contenían en sus hojas. Otros, solitarios, tomaban un periódico y leían el columnista del día o resolvían el crucigrama. Algún timorato se sentaba en una mesa para dos, veía nerviosamente el reloj y la puerta. Ellos pidieron dos café negros. “Ahora sí, ¿sobre qué quieres hablar?”, “Lo que tú quieras”.

3/7/11

El guitarrista

Once y diez de la noche. Por lo general no llega impuntual a su cita de cada viernes, cumplir con su número de guitarrista de tangos y boleros en el bar bohemio que se encuentra a escasos metros de parque central. No puede acarrearle la culpa al tránsito: a pesar de ser viernes, las calles se ven menos transitadas una vez que la luna empieza a mostrarse ligeramente, mientras la penumbra se convence cada vez más en volverse noche. Tampoco salió tarde de su departamento, o se retrasó mientras comía su emparedado nocturno. Al contrario, tomó toda la tarde para limpiar su instrumento, cambiar a último momento alguna de las cuerdas (que, por otra parte, se encontraban ya carcomidas por el uso diario), buscar qué ponerse entre el montón de camisas amarillentas de su armario, escoger muy apresuradamente el repertorio de su primera hora en escena y salir casi sin pensarlo, sin haber anochecido aun. Sí, se presenta a las once de la noche, pero salió desde antes de las seis de la tarde sin fijarse en ello. Esa tarde decidió dar una vuelta por las calles de la capital.

La gente caminaba con prisa, atropellándose unos a otros mientras trataban de poner un pie frente al otro. Hombres y mujeres salían de sus trabajos, cargaban maletines llenos de papeles y libretas con información valiosa que solamente cobraba valor al estar encima de algún escritorio de sus oficinas. Unos tomaban el primer taxi que encontraban disponible, tanteando con el brazo para llamar la atención de algún chofer distraído, cansado de pasar una y otra vez, durante casi todo el día, por las mismas rutas y edificios. Otros llenaban los restaurantes y cafés de las cercanías, relajándose un rato del estrés y pensando que, efectivamente, su fin de semana empezaba en ese momento (muy al contrario de quienes los atendían). El teatro se dejaba alumbrar por sus luces delicadas, mientras recibía al público para ver alguna ópera de primera línea. El parque se llenaba de gente de paso, mientras los viejos terminaban sus partidas de ajedrez y se despedían, pidiendo jocosamente una revancha a su compañero de juego. Entre el teatro y el parque, y frente a los restaurantes, el guitarrista decidió sentarse un rato, aprovechando para fijarse sin demora si había traído todo cuanto ocupaba para tocar.

Es imposible resistirse a un instrumento musical, más cuando está desocupado, y peor aun cuando se sabe cómo tocarlo. Usó su estuche por banquillo y empezó a tocar un tango de Gardel. Empezó con suavidad, para que nadie prestara atención a lo que tocaba. Unos curiosos fueron acercándose, y más de uno empezó a tararear la tonada. Tímidos aplausos, otros más fuertes, algunos vitoreaban y gritaban elogios. De improviso, ya había todo un pequeño concierto callejero. El alumbrado público volvía más acogedor el ambiente, y todos callaban mientras el guitarrista afinaba las cuerdas y empezaba otra pieza. No faltaba quienes pasaban de largo, mirando de soslayo aquel espectáculo, comentando entre dientes sobre qué clase de vagabundo se gana la vida haciendo música en estos días. Esto no lo incomodaba, le animaba a tocar con más fuerza hasta lograr mover la sensibilidad de su audiencia, mientras coreaban los estribillos, tratando de cantar a tiempo ante su falta de afinación.

Poco a poco el público se fue reduciendo. Ya el atardecer había cedido y las estrellas empezaban a adornar el firmamento. Habían transcurrido ya un par de horas, y cuando se dio cuenta había terminado con su repertorio. No había notado que los aplausos y los cantos habían casi desaparecido. De pie, inmóvil y respirando suavemente, una joven mantenía su mirada fija en las manos, en la boca y el diapasón de la guitarra. Hizo sonar un último acorde, y guardó la guitarra sin reparo. Aquella muchacha se sentó a su lado, trató de explicar, con un discurso algo desordenado y nervioso, lo mucho que le encantó escuchar de su guitarra todas esas canciones. Así surgió una conversación, igual de improvisa que la caminata y el concierto recién terminado. Él le invitó entrar a un café aledaño al parque. Una vez allí, se dio cuenta de su falta de cortesía y se presentó ante la joven. Ella trabajaba en un banco importante, venía de su trabajo cuando pasó cerca del parque y vio ese grupo de gente alrededor de una guitarra, le pareció interesante (mucho más que su rutinario trabajo) y decidió quedarse. Inició una conversación íntima entre desconocidos, encontrando interesante cualquier trivialidad (porque cualquier historia es novedosa cuando no se conoce), adentrándose en temas cada vez más diversos. Arte, política, sociedad, ciencias, literatura, cocina, trabajo. Una charla insaciable.

Se dieron cuenta que el tiempo voló por dos motivos: porque ella se fijó en su reloj y vio la hora, y porque el dueño del café les pedía que se retiraran para cerrar el local. Al caer en cuenta del retraso, el guitarrista decidió emprender de nuevo su camino (el bar quedaba a unas cuantas cuadras de donde se encontraban). Dudó un instante, y pensándolo un poco mientras pasaba saliva y decidía qué hacer, le propuso a la joven que lo acompañara al recital. Ambos fueron con paso ligero por lo que parecía otra ciudad: mudada de negro, calles solitarias, ruidos lejanos de gatos que se escabullen entre los tejados, sujetos con miradas frías y desoladas. Una vez frente a la entrada del bar, se miraron el uno al otro, tomaron un poco de aliento y él le indicó que el bar se encontraba escaleras abajo.

Eran las once y diez de la noche. Una vez abajo, al primero que encontraron fue al dueño del bar. Más preocupado que enfadado, preguntó qué había sucedido, con un tono de voz seco y apresurado (no es fácil encontrar músicos de su calibre que trabajen en un horario de medianoche). Con una sonrisa, le dijo al dueño que había sido un día algo interesante, que lo excusara un instante más. Así de improviso como fue el día, robó un beso a la joven y, sin ver la impresión que aquello había dejado en el delicado rostro de ella, subió al escenario, sacó su guitarra, la afinó con paciencia y empezó a tocar.

14/5/11

La Tienda

Escuchó unos pasos entrando al local, luego otros más. En un pestañear, y tan rápido como empezó a caer la lluvia, la pequeña tienda se llenó de gente, tratando de cubrirse del repentino aguacero. Tal vez pensó por un momento que al fin tendría una buena venta, que los días de austeridad y tardes pasadas con pan y refresco carbonatado iban a terminar (o detenerse temporalmente, al menos). Pero no, la gente solo quería no terminar empapada, esperando con ansiedad la llegada del bus (que, dicho sea de paso, se estaciona frente a la tienda).

Unos cuantos, tal vez con cierto remordimiento por tomar prestado un techo que no les fue ofrecido, por compromiso moral, o simplemente para hacer pasar el tiempo más rápido mientras masticaban, compraron algunas tostadas, agua o unas galletas. En cuanto los clientes se adentraban a la tienda, buscando qué comprar, se podía escuchar el crujir de las tablas que formaban el suelo, tablas que se doblaban de manera notable cada vez que alguien las pisaba (como si estuvieran obstruyendo un gran agujero, sosteniéndose de un cada vez más debilitado borde). De todas formas, el lugar no era lo más habitable concebible: paredes amarillentas, con una pintura debilitada por la humedad; un cielo raso con aspecto endeble, con algunos agujeros y de aspecto grisáceo; olor a plátano, basurero, pan y cigarro; una radio con los temas más (y menos) bailables de la semana, anunciando rifas de autos que jamás serán alcanzables por gente como ella, la dueña del local. Ella esperaba ansiosa, mientras mordisqueaba su panecillo del almuerzo, vigilando cada movimiento del posible cliente: no vaya a ser que agarre unas rosquillas y salga corriendo.

Y así, mientras la gente solo esperaba a que el bus llegara o a que dejara de llover (lo primero que ocurriera), daban la espalda, con o sin intención, a esa mirada expectante, casi suplicante, de la patrona de esa humilde tienda.

11/4/11

Cien palabras (I)

I
Hace frío. Ni siquiera pensaba salir de casa, pero un impulso inexplicable hace que abra la puerta y camine. Poco desayuno, nada de almuerzo. Me detengo a comprar un clavel y ver la hora: poco después de las tres. Camino entre la gente, llena de miradas vacías y cortantes. Es imposible no verlas con asco, así que mejor camino cabizbajo. He llegado. El vecindario es pacífico, callado, tal y como te recuerdo. Saludo desde mi pensamiento, piso el césped (y, de paso, a una pareja y a su niño). Coloco el clavel en tu tumba. ¿Cómo ha estado tu día?

II
¡Mira cómo sonríen esos chicos! ¿Les decimos cómo es la vida en realidad? Mejor no, luego lo entenderán. Verán que los castillos en el aire no son más que eso: aire y sueños. Comprenderán que no todos harán su comida en las mañanas, ordenarán su cómoda y limpiarán su alcoba. Verán que muchos sacarán provecho de su inocencia, de su confianza. Llorarán día y noche al verse solos y desahuciados. Se alegrarán al entender cómo es la vida, a final de cuentas, y que no necesitaron de alguien que se los dijera. ¿Los dejamos solos, o les ahorramos la molestia?

III
“Lleve, lleve la melcocha”. Se detiene el bus, y la gente se empuja en la fila, apresurados para tomar un asiento. “Melcocha, rica la melcocha”. Unos con audífonos, escuchan su música. Otros al celular, discutiendo algún negocio o avisando que llegan tarde a casa. “Melcocha, melcocha”. El pequeño jala la camisa a su madre, pregunta qué es una melcocha. “Melc…”. ¿Hace cuánto tiempo venderá melcochas? Se ve viejo, cansado, no ofrece melcochas: ruega que se las compren. Sabe que no puede cenar melcochas, debe venderlas, tener comida fresca en su apartamento. ¿Eres infeliz, pobre viejo? ¡Qué ironía! Vendiendo dulces melcochas.

IV
No te abrazo por abrazarte. Si te veo sola, te abrazo para que sientas compañía. Cuando te saludo, te abrazo para darte los buenos días con afecto y cariño. Si hace frío, te abrazo para, entre tu cuerpo y el mío, opacar el gélido viento. Sí te abrazo mientras caminamos, lo hago para sentir tus pasos como si fuesen los míos. Si te abrazo en silencio, lo hago para sentir tu respiración, tu pestañeo y tus latidos. Si te abrazo con fuerza y sin descanso, lo hago para que permanezcamos así hasta el infinito. Ven, hoy te regalo un abrazo.

28/2/11

Hablar con la mirada...

¿Necesitamos hablar para expresarnos?

Esta pregunta será recurrente durante el texto, en realidad no sé todavía con qué motivo (lo más probable es que, conforme mis dedos sigan escribiendo, la idea se vaya aclarando un poco más). Lo que sí sé es que ha sido una pregunta recurrente para mí desde hace un tiempo. A veces usamos tantas palabras para expresar cuanto cruza por nuestra mente, que la descripción verbal del sentimiento o pensamiento termina siendo una aberración sin sentido aparente.

No sé ustedes, pero en más de una ocasión he fallado a la hora de expresarme. No sé si será porque mi fuerte no sea el habla, o porque me cuesta ordenar mis ideas en el momento, y por ahora no es algo que me parezca realmente urgente como para trabajar decididamente en ello. En algunos casos, no logré decir todo lo que pienso; en otras, obvié algo durante la conversación, tal vez por considerarlo eso mismo: obvio (con cierto desatino, probablemente). Muchas otras veces la conversación se desvió hacia otro tema, dejando aquel descartado; tristemente, algunas nunca fueron dichas por temor o ansiedad de lo que sucedería si fuesen dichas. Existen muchas circunstancias, muchas variables en juego, muchos procesos mentales y decisiones. Realmente, tener una conversación no es tarea sencilla, y más aún cuando los temas se tornan complejos o delicados. Cualquiera puede ser un bocazas, pocos pueden ser prudentes, casi ninguno puede ser transparente.

Entonces, ¿por qué hablamos para expresarnos? No quiero apremiarlos con tantas preocupaciones en el aire. En realidad, nunca pensamos todas estas cosas mientras damos los buenos días, conversamos con alguien el bus, almorzamos con nuestros amigos, tomamos café con alguien más, o incluso mientras hablamos dormidos. Pero si es tan complicado mantener una conversación realmente consistente con la realidad de pensamiento, sería mejor no hacerlo, o esforzarse el doble por lograrlo. Evidentemente, el problema no se va a solucionar, y siempre quedarán cosas por decir (verdad irrefutable). Ahora bien, no quiero decir que solo “hablar” es limitante: nosotros usamos un lenguaje que encasilla semánticamente los significados en partículas, llamadas Palabras. Así como nos cuesta hablar en ocasiones, es probable que escribir sea una tarea análoga (aunque existe gente más cómoda hablando que escribiendo, y al contrario).

Por otra parte, durante una conversación se pueden decir demasiadas cosas. Se puede empezar hablando del popular “¿y cómo va todo?”, proseguir sobre la situación en la casa, luego un cambio abrupto de tema, la tarea de la próxima clase, la mofa sobre el profesor, el anhelo por graduarse, el video que vieron sobre guitarristas del Siglo XX, algún chiste oportuno, hablar sobre Historia de las Revoluciones, opinar sobre las mascotas, hacer un plan hipotético sobre los próximos 10 años, y terminar recomendando libros y más libros. Esos solo los escogí al azar, pero imagínense todas las permutaciones que desean, y aparecerán en una conversación. Ahora reflexionen sobre la cantidad de conversaciones que pueden tener en un día, una semana, un mes o un año. ¿Se puede recordar todo? Alguien con una memoria excepcional merece mi respeto, pero por lo general solo almacenamos recuerdos que nos parecen significativos. Entonces la charla se convierte en un reforzador del lazo social: el contenido pierde protagonismo. Entonces, ¿Para qué hablar tanto, expresando cosas que no se van a recordar a mediano o largo plazo?

Me gustaría proponer un experimento. Bueno, no un “experimento”, tal vez la palabra “experiencia” es más amigable para todos. Les propongo una experiencia: escoger una persona (o varias), y sentarse en algún lugar, el que sea: en el bus, en el comedor, en un café, en un parque, en alguna acera. Sentarse frente a la otra persona, y verse en silencio. Percibir esa atmósfera que los circunscriben, ese conjunto de sonoridades (ya sean leves o prominentes) que empiezan a aparecer: una hoja que cae, unos pasos apresurados, el sonar de los vasos al apoyarse sobre la mesa, el sorbo en la taza, la respiración de su acompañante. En fin, percibir a quienes les rodean, a todo lo que les rodean, siendo ustedes y sus acompañantes parte intrínseca de ese todo. Hablar entre ustedes con el simple hecho de ver el rostro y los ojos del otro, y nada más. Percibir la cara de desconcierto o la sonrisa que puede llegar a aparecer. El bostezo, la mirada de un lugar a otro, el masticar, la nariz escarbada, el libro que es masajeado al pasar sus hojas. Con ello, recordar más que las palabras, el momento. Siento que el significado de este tipo de experiencia tiene un grado mayor, porque requiere profundizar en la otra persona, en el medio, y en uno mismo.

No sé qué tan disparatado sea, pero últimamente me parece más interesante hablar con la mirada, entender con la sonrisa compartida, que abrumar con las palabras.

24/1/11

¿Qué ves?

¿Qué ves cuando alguien te sonríe?

Bueno, eso depende bastante de la situación, de la hora y los minutos, del estado de ánimo tuyo y mío, del día de algún mes en ese año, de quien soy y quien eres. Existen tantos factores por tomar en cuenta, y aun así se nos escapan algunos por valorar, esos que terminan de dar ese valor agregado al momento y que en ocasiones debes darlos por supuestos. Ese margen de error entre tu realidad y la mía, entre tú interés y el mío, entre tu sentir y el mío.

No te estoy preguntando “¿qué miras cuando alguien te sonríe?”. Eso es demasiado simple de decir: miras unos ojos que se estrechan e iluminan, miras unas mejillas que se abultan y sonrojan ligeramente, miras también cómo los labios dejan escapar a la luz la blancura (algunas más blancas que otras) de los dientes, miras cómo la frente quita cualquier arruga, miras como un rostro brilla sin avisar ni cobrar.

Aun así, contemplando cómo la belleza adquiere nombre y forma, percibiendo una metamorfosis gestual, ¿qué ves? ¿Acaso es esa sonrisa real, vacía, farsante o desleal? ¿Sonríe acaso para saciarse mutuamente, o para simplemente cumplir con el deber y no faltar a la cortesía ni caer en el desdén? ¿Acaso realmente sientes algún síntoma de alegría, sentirte bien, o es un puro acto reflejo que respondes a esa sonrisa con otra similar? ¿Qué es lo que realmente ves cuando alguien te sonríe?

En realidad, no podemos ver más allá de lo que miramos cuando alguien nos sonríe. A fin de cuentas, solo vemos cuanto queremos ver, y se confía que sea así en realidad. Si ves a alguien que te sonríe al pasar cerca, piensas que le pareces simpático. Si te sonríe luego de hacer una ridiculez, a lo mejor se está burlando. Si te sonríe después de haber dicho algo, sientes que sonríe de alegría y ternura por lo que has hablado. Si te sonríe con solo verte, simplemente sonríes de vuelta, no hay palabras que lo representan. Y en ocasiones se supone que es así. ¿Y qué tan terrible sería de otra forma? ¿Qué tan retorcido sería pensar que te dan una sonrisa indescriptible cuando pasas, que te sonríen simpáticamente al hacer el ridículo, que te sonríen burlescamente cuando hablas, o si simplemente no hay trasfondo cuando la sonrisa llena el silencio?

¿Qué ves cuando alguien te sonríe? Lo que quieras ver y pensar que es, a pesar de que la realidad sea tan distante como la sonrisa que la separa…