10/7/11

Cien palabras (II)

I
Los oficiales rodean el cadáver. Por otra parte, los policías de bajo rango buscan huellas y pistas en una casa llena de recuerdos de viajes y cuadros baratos. Un cuchillo incrustado desde un lado del cuello, atravesando por completo la laringe y la yugular. Nadie escuchó grito o pleito alguno. Nadie vio entrar o salir a ningún desconocido. Ni siquiera se sabía si tenía cercanos: solo trabajaba, vendía libros usados y regalaba poemas a alguna chica que se sentara a su lado en el tranvía. Encontraron una carta en la cómoda del cuarto: “No busquen más, idiotas: se llama suicidio”.

II
Bajo el sol crepuscular, un poeta se sienta debajo del árbol, saca una pequeña libreta de cuero, un lápiz, posa su mirada en el horizonte, cierra los ojos, suspira y empieza a murmurar. Se escucha una pequeña caída de agua que alimenta el arroyo. La brisa hace caer unas cuantas hojas del árbol sobre su cabeza. Abre los ojos, sacude su cabello y dirige su mirada hacia una pequeña rana que reposa tranquilamente en una de las piedras del arroyo. En ese instante, la rana salta hacia el agua y empieza a nadar. El poeta sonríe y empieza a garabatear.

III
“Maestra, ¿qué es la guerra?”, preguntó un curioso niño, interrumpiendo la clase. Sus compañeros se quedaron viéndolo, y luego miraron a la maestra, porque a lo mejor ellos tampoco tenían claro el concepto. Ella, que estaba escribiendo unas frases en la pizarra, se detuvo, guardó la tiza, volvió su cuerpo hacia el grupo y vio al niño con la mano levantada, signo de la más profunda inocencia. “¿Dónde escuchaste esa palabra?”, “En el periódico, nunca había leído esa palabra, había una foto con edificios que se rompieron”. Cuánta ingenuidad. “Mi pequeño, para empezar, los edificios no se rompieron: los rompieron”.

IV
Se sentaron en uno de los sillones del café. Música tranquila, ambiente acogedor, aroma característico, idóneo para pasar un rato ameno entre tazas. Había cierta concurrencia, eran las tres de la tarde. Profesores ponían sus libros sobre la mesa, señalaban sus cubiertas y reían parafraseando cada frase memorable que se contenían en sus hojas. Otros, solitarios, tomaban un periódico y leían el columnista del día o resolvían el crucigrama. Algún timorato se sentaba en una mesa para dos, veía nerviosamente el reloj y la puerta. Ellos pidieron dos café negros. “Ahora sí, ¿sobre qué quieres hablar?”, “Lo que tú quieras”.

3/7/11

El guitarrista

Once y diez de la noche. Por lo general no llega impuntual a su cita de cada viernes, cumplir con su número de guitarrista de tangos y boleros en el bar bohemio que se encuentra a escasos metros de parque central. No puede acarrearle la culpa al tránsito: a pesar de ser viernes, las calles se ven menos transitadas una vez que la luna empieza a mostrarse ligeramente, mientras la penumbra se convence cada vez más en volverse noche. Tampoco salió tarde de su departamento, o se retrasó mientras comía su emparedado nocturno. Al contrario, tomó toda la tarde para limpiar su instrumento, cambiar a último momento alguna de las cuerdas (que, por otra parte, se encontraban ya carcomidas por el uso diario), buscar qué ponerse entre el montón de camisas amarillentas de su armario, escoger muy apresuradamente el repertorio de su primera hora en escena y salir casi sin pensarlo, sin haber anochecido aun. Sí, se presenta a las once de la noche, pero salió desde antes de las seis de la tarde sin fijarse en ello. Esa tarde decidió dar una vuelta por las calles de la capital.

La gente caminaba con prisa, atropellándose unos a otros mientras trataban de poner un pie frente al otro. Hombres y mujeres salían de sus trabajos, cargaban maletines llenos de papeles y libretas con información valiosa que solamente cobraba valor al estar encima de algún escritorio de sus oficinas. Unos tomaban el primer taxi que encontraban disponible, tanteando con el brazo para llamar la atención de algún chofer distraído, cansado de pasar una y otra vez, durante casi todo el día, por las mismas rutas y edificios. Otros llenaban los restaurantes y cafés de las cercanías, relajándose un rato del estrés y pensando que, efectivamente, su fin de semana empezaba en ese momento (muy al contrario de quienes los atendían). El teatro se dejaba alumbrar por sus luces delicadas, mientras recibía al público para ver alguna ópera de primera línea. El parque se llenaba de gente de paso, mientras los viejos terminaban sus partidas de ajedrez y se despedían, pidiendo jocosamente una revancha a su compañero de juego. Entre el teatro y el parque, y frente a los restaurantes, el guitarrista decidió sentarse un rato, aprovechando para fijarse sin demora si había traído todo cuanto ocupaba para tocar.

Es imposible resistirse a un instrumento musical, más cuando está desocupado, y peor aun cuando se sabe cómo tocarlo. Usó su estuche por banquillo y empezó a tocar un tango de Gardel. Empezó con suavidad, para que nadie prestara atención a lo que tocaba. Unos curiosos fueron acercándose, y más de uno empezó a tararear la tonada. Tímidos aplausos, otros más fuertes, algunos vitoreaban y gritaban elogios. De improviso, ya había todo un pequeño concierto callejero. El alumbrado público volvía más acogedor el ambiente, y todos callaban mientras el guitarrista afinaba las cuerdas y empezaba otra pieza. No faltaba quienes pasaban de largo, mirando de soslayo aquel espectáculo, comentando entre dientes sobre qué clase de vagabundo se gana la vida haciendo música en estos días. Esto no lo incomodaba, le animaba a tocar con más fuerza hasta lograr mover la sensibilidad de su audiencia, mientras coreaban los estribillos, tratando de cantar a tiempo ante su falta de afinación.

Poco a poco el público se fue reduciendo. Ya el atardecer había cedido y las estrellas empezaban a adornar el firmamento. Habían transcurrido ya un par de horas, y cuando se dio cuenta había terminado con su repertorio. No había notado que los aplausos y los cantos habían casi desaparecido. De pie, inmóvil y respirando suavemente, una joven mantenía su mirada fija en las manos, en la boca y el diapasón de la guitarra. Hizo sonar un último acorde, y guardó la guitarra sin reparo. Aquella muchacha se sentó a su lado, trató de explicar, con un discurso algo desordenado y nervioso, lo mucho que le encantó escuchar de su guitarra todas esas canciones. Así surgió una conversación, igual de improvisa que la caminata y el concierto recién terminado. Él le invitó entrar a un café aledaño al parque. Una vez allí, se dio cuenta de su falta de cortesía y se presentó ante la joven. Ella trabajaba en un banco importante, venía de su trabajo cuando pasó cerca del parque y vio ese grupo de gente alrededor de una guitarra, le pareció interesante (mucho más que su rutinario trabajo) y decidió quedarse. Inició una conversación íntima entre desconocidos, encontrando interesante cualquier trivialidad (porque cualquier historia es novedosa cuando no se conoce), adentrándose en temas cada vez más diversos. Arte, política, sociedad, ciencias, literatura, cocina, trabajo. Una charla insaciable.

Se dieron cuenta que el tiempo voló por dos motivos: porque ella se fijó en su reloj y vio la hora, y porque el dueño del café les pedía que se retiraran para cerrar el local. Al caer en cuenta del retraso, el guitarrista decidió emprender de nuevo su camino (el bar quedaba a unas cuantas cuadras de donde se encontraban). Dudó un instante, y pensándolo un poco mientras pasaba saliva y decidía qué hacer, le propuso a la joven que lo acompañara al recital. Ambos fueron con paso ligero por lo que parecía otra ciudad: mudada de negro, calles solitarias, ruidos lejanos de gatos que se escabullen entre los tejados, sujetos con miradas frías y desoladas. Una vez frente a la entrada del bar, se miraron el uno al otro, tomaron un poco de aliento y él le indicó que el bar se encontraba escaleras abajo.

Eran las once y diez de la noche. Una vez abajo, al primero que encontraron fue al dueño del bar. Más preocupado que enfadado, preguntó qué había sucedido, con un tono de voz seco y apresurado (no es fácil encontrar músicos de su calibre que trabajen en un horario de medianoche). Con una sonrisa, le dijo al dueño que había sido un día algo interesante, que lo excusara un instante más. Así de improviso como fue el día, robó un beso a la joven y, sin ver la impresión que aquello había dejado en el delicado rostro de ella, subió al escenario, sacó su guitarra, la afinó con paciencia y empezó a tocar.