9/12/10

Algunos Haikus...

I
Amo acariciar
tu delgada y fragante
piel de durazno.

II
Si la distancia
fuera solo un engaño
de tus ausencias.

III
Gran ironía
son tus fríos besos y
mi ingenuo anhelo.

IV
Sufre sin pena:
Hasta las rosas con su
rocío lloran.

V
Árbol caído:
lamentas con un crujir
enmudecido.

VI
Sobre hojas secas
la chispa recuerda su
flamante esencia.

VII
Al anochecer
encuentro en ti, mi luna,
la compañía.
VIII
Brisa serena:
roza con dulzura tu
tersa mejilla.

IX
Nuestros recuerdos
caen como gotas en
tardes lluviosas.

X
Mira, girasol,
el andar incansable
del astro mayor.

XI
Estoico salmón:
el agua corre, él
siendo pez, salta.

XII
El sol se esconde
entre grisáceas nubes:
lluvia segura.

XIII
Tu dulce risa,
fugaz eco, resuena
en mi memoria.

XIV
Amaneciendo:
el ave vuela y canta
sobre los cielos

XV
Frente al espejo
veo juntos mi rostro y
mis pensamientos.
XVI
Entre las flores
huelo tu dulce aroma.
¿Acaso sueño?

6/6/10

Sobre las conductas “autocondescendientes”...

Estoy harto, la verdad...

Lo digo sinceramente, ¡en serio! No es necesario deprimirse, sentirse triste o apenado para hartarse. Simplemente, para hacerlo de la forma más sensata, hay que sentirse indignado, desconcertado, y por qué no, molesto con lo que ve a su alrededor. Me preguntan “¿Ahora qué, Julio?”. Yo les respondo: “es el colmo que todavía me lo pregunten”.

Voy a ir al grano, como siempre me gusta hacerlo, sin obviar por ello contextualizar, argumentar y dar al clavo, como debe ser. Me harta ver ciertas conductas humanas, aparentemente inocentes, pero intencionalmente condescendientes. Lo peor de todo: los humanos que son condescendientes consigo mismo, eso principalmente me deja estupefacto cada vez que lo veo. Explicaré al respecto, porque sé que para ustedes, lectores, la idea sigue siendo un poco abstracta. Es natural que la gente se sienta mal, por el motivo que sea (no me voy a poner a decir ejemplos, porque terminarían siendo relativamente pocos con respecto a la gran cantidad de detonantes posibles). El aparente motivo puede ser tan fuerte, que las personas entran en un estado errático, depresivo y deprimente, casi de forma inevitable, por lo que estados de ánimo así usualmente pueden ser perjudiciales para quienes los experimentan. Esos mal llamados “golpes de la vida” (dándole aspectos físicos a algo que, como concepto, no lo es), según algunos optimistas, permiten madurar a quienes lo reciben, haciendo de ellos mejores personas: más conocedoras, prudentes y hasta consejeras de otros. Idea que, en lo personal, respeto hasta el punto en que se encierra en un discurso moralista inútil.

¿Cómo levantarse del sacudón de un evento personal nefasto? Bueno, las opciones son reducidas, aunque no sean del todo transparentes para el analista común. Como primera alternativa (la más sabia de todas) es observar el hecho desde una distancia casi o completamente impersonal, inspeccionar los motivos y efectos de dicho evento, tomar para sí las conclusiones y desechar todo residuo subjetivo, para continuar así el camino sin ninguna carga adicional. Es más fácil decirlo que hacerlo (y aun más fácil escribirlo), pero es un hecho que todo aquel con un nivel de inteligencia emocional tan alto debe ser digno de admirar. No conozco ningún ejemplo de personas que logren ver sus “tragos amargos” de esa forma (y por el momento me estoy esforzando por disciplinarme de esa forma), por lo que espero que ustedes, lectores, puedan tener un ejemplo concreto de este perfil para poder tener una idea más clara al respecto.

Las otras dos alternativas derivan del mismo problema, así que las resumiré en este párrafo, para así desenvolverlas paralelamente (es más interesante que una lectura lineal y yuxtapuesta). Si estamos expuestos a una fuerte lluvia y no contamos con un paraguas, ¿qué sucede? Simple: terminamos empapados. Esta analogía, sacada probablemente, de un folleto de lógica preescolar, es perfecta para ejemplificar la siguiente situación: una persona, al verse sumamente afectada por un evento adverso, y no cuenta con la suficiente fortaleza emocional ni el apoyo necesario para superarlo, caerá en una depresión irremediable, en un “llorar de nunca acabar”, hasta que, por fin, el aguacero termine. Por otra parte, y siguiendo con la simple analogía del aguacero, si nos ponemos unas botas de hule, e impedimos que el agua entre a nuestros pies, podremos saltar en los charcos que se forman en la calle, mientras vemos que, a final de cuenta, empezamos a pensar que la lluvia no era tan fuerte, y que al menos nuestros pies siguen calientitos, aunque igual terminemos empapados (eso sí, los pies siguen secos: es lo que cuenta, ¿no?). Mastiquemos la analogía: las personas, en caso de verse afectadas por un evento negativo, sacan sus botas impermeables (por no decir ilusorias) para sentirse mejor, aunque muy en el fondo tengan un conflicto intenso, hasta que la lluvia cese. ¡Ah, se me olvidaba! El primer caso, siguiendo con la analogía, sería estar en casa, con unas pantuflas, una taza de chocolate o café en mano, un buen libro, sentado junto a la ventana, mientras se oye en el techo cómo la lluvia intenta neciamente entrar a la habitación.

¿Por qué estas dos últimas formas de enfrentar un problema personal corresponden al mismo fenómeno? Sobre eso hablaré a continuación. En el primer caso, mencioné que la observación de la situación negativa para la persona en cuestión se hace de la forma más objetiva posible, al punto de llegar a la impersonalidad. En cambio, terminar “empapado” significa tener un contacto directo entre los problemas y la sensibilidad, la subjetividad, los sentimientos y todo aquello que quieran relacionarle, haciendo el problema cada vez mayor. Sentir “que el mundo se cae encima nuestro” es eso mismo, sentir la fuerza de un diluvio caer sobre la cabeza, los hombros, la espalda, el pecho, y en todo el cuerpo. Sin embargo, la forma en la que se trata de superar el hecho es notoriamente diferente entre ambas situaciones. Y ambas están relacionadas con esa conducta condescendiente que tanto detesto ver, y que mencioné al inicio del texto. Para aquel que no le queda más que esperar a que termine de llover, tratará de buscar algo caliente de alguna forma, aunque la ropa húmeda entorpezca su paso y lo haga enfermarse. De igual manera, aquel que se sumerge en un estado depresivo seguirá así hasta que encuentre un motivo externo que lo haga salir de la concha autoprotectora que lo recubre, hecha con una autoestima ya de por sí golpeada. En el otro caso, esas “botitas” no son más que falsos motivos de alegría, para lograr dispersar su mente del problema que lo agobia, hasta que la lluvia igualmente se detenga, y pueda ir “felizmente” a su casa a cambiarse, mientras hace que salta entre los charcos, entre sus problemas, sin molestarse en ver lo empapado que ya está.

Sí, parece que ninguno de los dos casos demuestra síntomas de una inteligencia emocional algo desarrollada. Aun así me pregunto, ¿cuál de las dos conductas es la mejor? Se sorprenderán por mi respuesta.

A mi parecer, existe un factor que hace inclinar la balanza hacia aquel que se deprime de forma abierta: es eso mismo, una sinceridad emocional auténtica. La persona deprimida no debe ser víctima de abuso ni burla alguna: es capaz de demostrar sin tapujo alguno su estado emocional (de una forma triste y hasta exasperante, estamos de acuerdo. Pero también debemos asentir que lo hacen de forma auténtica), no demuestra vergüenza de su depresión, e intenta por todos los medios de hacerlo notar, para que aquellos que realmente lo valoran vayan para apoyarlo y así exponerlo a un nuevo sol tras la tormenta. Muy al contrario de esto, aquellas personas que gustan de camuflar sus angustias con conductas falsamente alegres (por la misma lástima que se tienen a sí mismos), con sonrisas que parecen muecas practicadas, con exclamaciones joviales y positivas aunque tengan que morderse la lengua cada vez que intente crearse un nudo en su garganta... Esas personas, me permitirán decirlo, no son más que unas hipócritas insensibles consigo mismas. Deciden ponerse unas botas impermeables para sentirse un poco mejor, y olvidan que, si quieren ser humanos realmente sensibles, deben de merecer sentirse completamente como tales, y no simular estados de ánimo que no les corresponde (esas personas camaleónicas no hacen más que fingir su felicidad, y no hay nada más lastimoso que saber la existencia de ese tipo de seres: capaces de vivir con una “plenitud” emocional plástica y vacía).

La actitud “autocondescendiente” que trata de aparentar una felicidad donde no existe es, para mí, uno de los mayores atrasos en la conducta humana. Aquella actitud que esconde sus lágrimas para mostrar al mundo una sonrisa no hace más que darle una puñalada a la sinceridad emocional que nosotros, como seres supuestamente sensibles, deberíamos tener. Si se sienten identificados con esa faceta, siento ser tan directo con ustedes, pero me encanta decir las cosas como veo que son, y recomendaría una introspección seria: la vida no es una obra de teatro, donde nos ponemos un disfraz y aparentamos ser otra persona diferente a la que realmente somos.

15/5/10

El oculista...

-Sí, adelante…

La puerta suena tímidamente. La sala de espera es bastante pequeña, apenas tiene unas tres sillas para que los pacientes esperen así mismo: pacientemente; una pequeña máquina para hacer café, una ventanita que apenas deja pasar la luz que proviene fuera del edificio, un bombillo fluorescente y pálido, un piso frío y reluciente. La asistente espera detrás de un escritorio algo deteriorado por las termitas y el tiempo, mientras toma notas sobre quién sabe qué cuestiones (tal vez citas pendientes, tal vez cuentas sin pagar, tal vez un crucigrama). Entra una persona, totalmente envuelta en sus ropas, empapada por la tormenta que azotaba el pueblo, sólo tenía una pequeña abertura en la bufanda que protegía su rostro, y apenas se le lograba distinguir su sexo o edad. Sin embargo, apenas cierra la puerta y dice su nombre en voz alta, la asistente reconoce al menos esas palabras, y le dice cordialmente:

-¡Ah, por supuesto! El oculista la atenderá enseguida.

Antes de ella, esperaba en una de las sillas un hombre, unos 50 años, moreno, con algunas arrugas en su cara y poco cabello en su cabeza. Tiene una venda que rodea parcialmente su cara, sólo le tapa uno de sus ojos. Al parecer, está esperando a que el oculista le atendiera para ver el resultado de una cirugía, pero si no le preguntamos a aquel hombre el verdadero motivo estaríamos simplemente especulando al respecto. Esa incertidumbre no aqueja a la mujer que recién entró al consultorio. Se sienta a su lado, aun sin quitarse la ropa que la abriga, y deja salir un profundo suspiro de alivio. Tras unos minutos, el hombre se inquieta sobre tan poco común comportamiento (lo lógico, pensó él, es que se quitara toda esa ropa para evitar la humedad que pudiera transmitirle portar las prendas mojadas), y con un tono de voz profundo, prudente y distante le pregunta:

-Señorita, ¿por qué no descansa de esas prendas que la envuelven? Casi da la impresión de que se está asfixiando allí dentro…

-No se preocupe, buen hombre – responde ella, – La verdad, me encuentro a gusto así, la luz me lastima un poco.

Sin más qué preguntar, el hombre asiente con su cabeza, satisfecho con la respuesta (o con su deber de caballero, que considera cumplido), y vuelve su mirada al frente, esperando su turno para ser atendido. Casi inmediatamente a esto, la puerta de entrada al consultorio se abre lentamente. Sale una madre con su pequeño, ambos con vendas en su cabeza: la madre, al igual que el hombre cincuentón, tiene sólo un ojo cubierto, mientras el niño tiene todo su rostro envuelto, y se logra escuchar gemidos y lamentos dentro de su cubierta. Mientras la señora tantea la puerta de salida, le pregunta a la asistente:

-¿Hasta cuándo tendremos que estar así exactamente? El oculista no nos ha dicho nada al respecto, sólo recetó que yo podría quitarme las vendas hasta que pudiera ver el sonido de un violín, y debería quitárselas a mi hijo al haber pasado el doble de días que transcurrieron conmigo. Me encuentro confundida…

-Usted sólo confíe, señora. El oculista sabe lo que dice, todo estará bien. –respondió la asistente, mientras madre e hijo terminaban de cerrar la puerta de la sala de espera.

La escena, algo inusual para la muchacha que recién entró al consultorio, parece haber pasado desapercibida para el hombre, ya que apenas madre e hijo salieron del consultorio, él estaba atravesando la puerta para ser atendido por el oculista. No obstante, la imagen del rostro infantil envuelto en vendas genera cierta inquietud en aquella mujer, se pregunta si está haciendo bien en venir hasta ese lugar. No existe otro especialista en el pueblo, y un viaje a la ciudad terminaría siendo insostenible. Aun así, pueden más sus deseos de quitar ese fastidio que la luz le produce con solo entreabrir sus ojos, y se queda esperando. Segundos: el reloj de la sala de espera suena constantemente, sin reparo alguno del paso del tiempo. Minutos: la asistente pasa las hojas de su libreta, mira el reloj un instante, y sigue cavilando en sus obligaciones (o pasatiempos, aun no sabemos a ciencia cierta). Horas: el cansancio, la incertidumbre, la pesadez, el dolor, todo esto hace interminable la espera; y para colmo de males, se sigue rehusando a quitarse esas prendas que envuelven su rostro, como si le fastidiara la idea de ser vista. ¿Días? La verdad, no hay necesidad de preguntarse si pasan o no. Se convierte en algo intrascendente.

Suena la puerta del consultorio. Apenas ve que el hombre cincuentón sale de allí, la muchacha entra apresuradamente, sin ni siquiera tener la prudencia de preguntar a la asistente si era su turno (como si no fuera obvio, no había nadie más esperando en la sala de espera), o simplemente si puede pasar. No sabemos si el hombre ya no tiene vendas en su rostro, o si se encuentra como aquel pequeño, pero la muchacha alcanza a escuchar unas fugaces palabras de esa profunda voz:

- ¿para qué corres, si tan siquiera puedes ver por dónde vas?

Al inicio, ella no le encuentra sentido aparente a esa advertencia. Pero apenas se cierra la puerta del consultorio, se percata de la oscuridad en la que se encuentra. No puede distinguir ni las paredes de la sala, o si más adelante hay un objeto cualquiera… ¡Nada! (o si había suelo después. Aparenta ser un vacío incalculable, devorador). Lo que sí sobresale es una pequeña luz que ilumina la silla del paciente, y al lado de esta se encuentra ese famoso oculista. Tiene en sus manos una carpeta con unas hojas en blanco, un lapicero en una de las bolsas de su bata, y un arsenal de líquidos, linternas, letras varias y uno que otro bisturí en una bandeja, todo meticulosamente ordenado. Mientras murmura algunas cosas, se dejan salir de forma obstinada unas palabras de su boca:

-A ver. Dígame qué le aqueja…

Sin más reparo, la muchacha se dirige al lugar donde está el oculista. Se sienta, y menciona detalladamente todo lo que siente cuando se encuentra fuera, a la luz. Eso porque, ya sea por cuestiones desconocidas para nosotros, o por simple casualidad, ella no siente nada doloroso estando en la sala, siente una paz desconocida hasta por ella misma. El hecho de no tener algo tan fastidiosamente brillante enfrente al parecer relaja su vista, y le permite sentir que su cerebro no se atropella cada vez que intenta hablar. Después de escucharla detenidamente, el oculista asiente un par de veces con la cabeza, toma algunas notas rápidas, y se dispone a revisarle la vista. En ese momento, percibe que tiene todavía esa ropa que la cubre por completo. Extrañado, le pregunta:

-¿Le molestaría si le pido quitarse esa bufanda de su rostro? Así no puedo revisar si su problema se debe a su vista.

Nunca nadie le había pedido que se quitara esa bufanda del rostro. Probablemente porque nadie había estado interesado en verla con detenimiento. Sin embargo, en esta ocasión, la persona que le pedía quitarse esa prenda no era porque quería ver si era bella, si sus ojos le cautivaban, o al menos para tener contacto visual para conversar. El oculista sólo desea examinar sus ojos, y más allá no existe otro deseo aparente. Es una situación peculiar, y sin mayor discusión de dispuso a quitarse la bufanda. Sin hacer mucho reparo en ver el rostro de la paciente, el oculista saca su oftalmoscopio, y empieza a ver con cuidado el globo ocular derecho, luego el izquierdo. Hace pruebas con una pequeña linterna:

-Vea hacia arriba. Hacia abajo. Izquierda. Der… Sí, muy bien. Ahora del otro ojo.

El oculista termina de hacer algunas notas. Saca una hoja de receta médica, escribe su prescripción y se la entrega a la muchacha. Ella agradece, toma la receta y la guarda en un bolsillo. Está a punto de colocarse la bufanda sobre su rostro, y en ese preciso instante el oculista toma una de sus manos, luego retira la bufanda de sus brazos, y mientras la dobla para entregársela, le dice delicadamente:

-No, señorita. Usted no necesita ponerse esto alrededor de su cabeza: es una lástima no poder ver tan hermosos ojos. Puede retirarse, hemos terminado.

Unas palabras inesperadas, inclusive para el más osado o descarado. La muchacha no hace más que bajar su mirada, y buscar rápidamente la puerta de salida. Estando en la sala de espera, nota que entraron más pacientes, todos con sus caras envueltas. Por última vez, se extraña de semejante situación, y se dirige a la salida. Abre y cierra la puerta, y estando ya fuera recuerda que no había preguntado cuándo debería volver, o si la receta tiene algo especial que debería saber. Saca el papel, y lo único que venía escrito en él era la posible fecha de la próxima consulta:

-Vuelva cuando quiera…

14/2/10

Visitando en la Nostalgia...

¿Cuántas veces he visto, hipotéticamente hablando, alguna escena en particular y, a raíz de esto, genero innumerables posibilidades, acciones y reacciones sobre ese mismo evento, imaginando así posibles desenlaces y resultados? Tal vez muchas veces, o tal vez no las suficientes para tener un verdadero hábito analítico que me permita generar conclusiones contundentes o patrones de comportamiento. Lo interesante de la conducta humana es su naturaleza impredecible y, en ocasiones, inmanejable. Digo “en ocasiones” porque el comportamiento es controlado por el individuo mismo, de ahí que no encuentro lógica alguna a “los impulsos” o “acciones sin intención”. Sí existe motivo generador dentro de la psique de cada persona, para cada acción que efectúe, pero eso creo que incursiona en un campo que no domino ni me compete: la psicología. No quiero salirme de mi idea central, es por eso que dejo esa discusión de lado, respetando el criterio de cada quien sobre dicho asunto. Quisiera en este texto apuntar hacia algo que relaciona mi pregunta inicial con una ocurrencia mía, un simple destello de genialidad o de rasa estupidez (no me interesa averiguar si es lo uno o lo otro): ¿cuántas veces nos ponemos a imaginar alguna escena en particular y, a partir de aquella, hacer todo nuestro ejercicio analítico descrito arriba?

No voy a mencionar un ejemplo en particular, o limitaría la capacidad creativa del lector, dificultando la tarea de hacer suya mi idea y replantearla a placer. Sin embargo, me permito crear, dentro de la generalidad, un caso específico, descartando así una serie de actividades sociales y naturales comunes en la cotidianidad. Hecha la salvedad, creo que es prudente seguir.

¿Alguna vez han imaginado visitar a alguien que no han visto desde hace mucho tiempo, una vieja amistad, con quien han compartido una cantidad específica de momentos y recuerdos? Les digo que siempre lo hago, más que un hábito, para mí es una manía infundada. Siempre tengo en mi mente a alguna persona que no veo desde hace un tiempo, e imagino que estamos en algún lugar (en su casa, en el parque, en el bus, en un café… Lo que se les ocurra y hasta más), y le realizo algunas preguntas, imaginándome así respuestas ficticias, que podrían o no generarse (como si fuésemos capaces de emular lo que otra persona podría pensar). Podemos terminar la conversación con tranquilidad, suponer que nos veremos en otra ocasión, pensar que no nos recuerda, o simplemente imaginar que nos tira el café en la cara y se retira con tremenda indignación.

Aun así, por más curioso que sea el desenlace, hemos dedicado una fracción de segundo, al menos, a esa persona. Una fracción de segundo a una persona que, aunque queramos negarlo, tiene algo de importancia (la clase, grado y forma de esa importancia es determinada por el significado de esa persona para nosotros). No sé si al lector le producirá el mismo sentimiento, pero de mi parte es frecuente percibir cierto aire de nostalgia cada vez que lo hago. Durante un tiempo he criticado fuertemente a los recuerdos, y lo sigo haciendo. Pero no es sensato decir que alguien puede suprimir todos sus recuerdos a voluntad, y partiendo de esa primicia es que sigo con mi idea. Tengo algunos recuerdos recurrentes y, por tanto, tengo en mente algunas personas que son importantes de alguna forma, sea agradable o no para mí volverlos a mi mente. Imagino alguna escena, planteo preguntas, frases, situaciones, en fin, todas las situaciones que se me ocurren en el momento, y con base en lo que imagino, refuerzo algunas cosas que pienso sobre esa persona. Tal vez “debería saludarlo un día de estos”, “¿será prudente llamarla?”, “sí, mejor dejémoslo así, no llamar a males innecesarios”, poniéndole punto final a la divagación.

Mientras no se pueda tener esas personas al lado, y ver en tiempo real, sin un ambiente preparado ni preguntas/respuestas elaboradas (por más que hayan imaginado esa escena, jamás van a tener las mismas respuestas que hablando con él/ella), como se comportan ante las circunstancias, probablemente seguiré visitándolos en la nostalgia, y pensando en que, al fin y al cabo, seguirán siendo parte alguna de mi existencia (insisto, sea que así lo desee o no).