15/10/11

Lectura a una desconocida

Dos minutos para las dos de la tarde. Dos minutos justos para que el chofer del bus encienda el motor del vejestorio que conduce. Subo, doy unas cuantas monedas, recibo otras a cambio y busco algún asiento disponible. Y digo “busco asiento” porque, por lo general, a dos minutos de que el bus inicie su trayecto, es complicado encontrar lugar entre el gentío. Pocos asientos están disponibles: junto a una señora con una pequeña de apenas unos 6 meses de vida, algún tipo con sus audífonos a todo volumen, un hombre de edad algo avanzada que empieza a cabecear. Por último, una joven con unos libros, un bolso y una mirada que apunta al exterior del bus. Decido sentarme junto a ella.

En realidad es una muchacha, por decir poco, atractiva a la vista. No había prestado atención al respecto solo hasta cuando me senté y sentí un aroma suave y gentil que emanaba de su cuerpo. Tal vez por timidez volteo disimuladamente la mirada para ver fugazmente su ser. Parece preocupada, pensativa, como quien reflexiona e interroga al vacío esperando una respuesta. Un suspiro, mira el reloj, se acomoda y abre uno de sus libros. Portada dura sin título, libro usado. Un minuto para las dos de la tarde.

Como es usual, saco mis lentes y mi libro acompañante para hacer un poco ameno el trayecto. El bus arranca con su trote habitual. Mientras paso mi mirada por las líneas del texto, noto que por algún motivo no logro concentrarme en la lectura. Vuelvo al inicio del capítulo, releo las primeras palabras. Esfuerzo infructuoso. Me entra una tremenda curiosidad por saber qué lee la joven (o a lo mejor ese solo es un mal pretexto para decir que ella me distraía de alguna manera). ¿Y qué pasaría si le pregunto qué está leyendo? ¿Me ignoraría, me daría el nombre sin más o cerraría el libro? Si sucedieran las primeras dos alternativas la cuestión no pasaría a más y tendría que esforzarme nuevamente por reiniciar mi lectura. Si cerrara su libro... Bueno, a lo mejor se molesta, mejor no hacerlo.

Han pasado diez minutos. Diez minutos de lectura infructuosa, de pensar en un sinfín de posibilidades, de realidades alternas. Paso la página para al menos disimular un poco. He notado que ella no ha pasado de página en todo el trayecto. ¿Estará pensando lo mismo que este ingenuo? Otra mirada fugaz, me parece ver que está dormida, pero súbitamente abre los ojos, se sacude y sigue con su libro. Nota que la he mirado, se ve algo incomodada, carraspea, retoma la postura y vuelve algunas páginas atrás. Ha perdido el hilo de la lectura, según parece.

Dos y veinte. Casi vamos llegando al final del camino. Poco a poco el bus se ha ido desocupando (tal vez queden unos ocho o diez pasajeros). Coloco mi separador del libro en su lugar y guardo mis lentes. Veinte minutos de lectura desperdiciados por un supuesto. Llega el bus a la última parada, ella guarda rápidamente algunos libros en el bolso y otros los carga en sus brazos. Me levanto rápidamente, doy las gracias al chofer y me bajo del bus sin más. El día empieza a ponerse un poco gris, un poco de viento, apenas para ir por un café y seguir con mi lectura de una buena vez. Una voz delgada hace una entrada extraña y dubitativa:

-Eh, muchacho... Qué pena la pregunta, ¿pero ese libro no era de Gasset?

¿Cómo pudo notarlo, si mi libro no tiene encabezado alguno? Con un tono más confuso aún respondo:

-Sí, sí... De hecho, es de Gasset.

Silencio incómodo. Retomo:

-No es por importunarla y le pido que no lo tome a mal. Me preguntaba... Bueno, le pregunto, ¿gustaría ir por un café?

8/10/11

Un moribundo...

Los ojos del anciano, cansados y arrugados por tantos soles que entraron y salieron en su vida, miraban hacia un punto fijo del techo. Parpadeaba no con mucha frecuencia, el habla le fallaba con intermitencia y el instinto, irónicamente consciente de su importancia, forzaban su respiración. Su boca se mantenía abierta, y solo movía un poco la lengua y la mandíbula para tragar y balbucear algún mal obrado gemido. Olía a viejo, a sudor y agonía, a cansancio mezclado con llanto nocturno, a sobros del desayuno y saliva seca en los labios.

Yacía en una cama de sábanas blancas y cobijas de algodón, rombos rojos y azules. Al lado, una mesa con una lámpara de luz tenue, un reloj que siempre marcaba las 3 de la tarde, una libreta de apuntes, un vaso con agua y pastillas esparcidas en aparente desorden. Había una foto, una pareja frente a un chalet en la montaña, nieve alrededor, las montañas de fondo parecían difuminarse al acercarse al celeste de un cielo despejado. El cartón de la fotografía estaba ya algo deteriorado, la esquina superior derecha parecía estar amarillenta por el tiempo y el trajín.

A pesar de sentirse a solas, el cuarto permanecía relativamente tibio gracias a una pequeña chimenea ubicada cerca a la cabecera de la cama. Sus carbones ya estaban a punto de apagarse y la última brasa buscaba aire de dónde agarrar una nueva chispa, antes de disiparse del todo. Afuera había una recia tormenta, golpeaba a veces la pequeña y única ventana del cuarto, parecía que se formaba una leve capa de escarcha, dificultaba la vista hacia el exterior. Las paredes hacían estrecho el cuarto y el suelo de madera crujían cada vez que el viento golpeaba el exterior. La puerta se ubicaba completamente opuesta a la cama, teniendo que caminar más de la cuenta para ir de un lado a otro de la recámara.

Sí, se sentía a solas. Disimuladamente sentada en una de las esquinas estaba una sombra. Lo miraba atentamente en todo momento. A veces miraba su muñeca, como quien se fija en la hora; otras veces daba una vuelta por el cuarto, inspeccionaba si la chimenea aun humeaba, repasaba la fotografía, contaba las pastillas, pasaba por encima del viejo, luego por debajo de la cama, se fijaba en la tormenta que se avecinaba y finalmente se ocultaba de nuevo en la esquina. El viejo solo seguía mirando el techo, tragaba saliva y tosía con un chillido mudo en los bronquios.

El viento dejó de golpear la ventana. Solo se escuchaba la brasa chistando cada vez con menor intensidad. El viejo respiró profundamente, tomó alguna bocanada de fuerzas y murmuró "Es hora", sin decidirse entre preguntar, afirma u ordenar. La sombra se acercó al moribundo y rozó su mano derecha. Se detuvo un instante para observar la fotografía de los dos jóvenes, hipnotizada por el recuerdo. Con un movimiento sereno cerró sus ojos (tan inertes ya, que ni energías sobraban para cerrarlos por su cuenta), y luego se transportó de un lado a otro hacia la puerta, abriéndola de par en par. Desde afuera entró un leve soplido, fresco, cristalino, viento de invierno. Recorrió con dificultad el largo del cuarto, enfriando paulatinamente el ambiente tibio que circundaba, y con lo último de su impulso apagó la brasa de la chimenea.