18/5/09

Rosas...

-¡Calla! Simplemente calla, que quiero contarte una historia.

Los dos estaban sentados uno enfrente del otro. Él, entusiasmado, prestaba total atención a los labios delgados y suaves de ella, mientras que la bella dama trataba de justificar su comportamiento. Ella Quería enmendar los errores del pasado, causados por la locura y testarudez juvenil; él solo quería verla. Con la intención de alargar la incertidumbre y el vértigo que provocaba la conversación, el joven le dijo:

-¿Pero de qué estás hablando? Las historias me aburren. Ya te pareces a…
-¡Te dije que callaras! ¿Por qué eres tan terco? Siempre lo has sido -reclamaba ella con ahínco.
-Tú has provocado que yo sea así. Por más que desees, no puedes negarlo.

En parte, era verdad lo que él decía. La vida le había jugado muchas tretas, pero la más grande de todas es haber creído que ella lo amaba. Su forma de ver el mundo había cambiado desde que conoció la belleza presente en tan delicada mujer. Muchos han sido juzgados de locos por consumirse en el conocimiento o desentenderse completamente de la vida. No obstante, los más cuerdos de estos son los locos por amor: por lo menos su mente ha sido perturbada no por números, letras o por hechos abominables, sino por lo más delicioso y prohibido que un hombre puede sentir (no conozco lo suficiente a la mujer como para inferir que eso también las vuelva locas. Tendré que preguntarle a alguna).

Ella, por su parte, no se percató del desorden de ser que tuvo al frente durante tanto tiempo (días, meses, años… ¿acaso es indispensable contarlos?). Tampoco era su obligación hacerlo, también tenía una vida independiente. Salía con uno, comía con otro, se abrazaba con aquel y se besaba con ese. En realidad, ella no tenía la culpa de la locura de su amigo: la culpa la tuvo él mismo, pues su cuerda locura lo dejaba también mudo y agudizaba su vista e imaginación.

¿Por qué ese idiota no manifestaba una sola expresión del mar de sentimientos que surgía en su alma? Eso ni yo lo sé (¿por qué tengo que saberlo todo?). Cada vez que la veía, su cuerpo dejaba de funcionar. Entraba en un trance sin regreso. Tan solo le bastaba verla por unos segundos para dejar volar su mente hacia un mundo utópico. Si lograba cruzar una palabra de forma racional con ella, pensaba que leía tomos enteros de la Enciclopedia de la Vida. Cuando sus vistas se separaban por el resto del día, significaba el regreso a la fría realidad de su mundo: un mundo de locos.

En una ocasión, él estaba más rematado que de costumbre. Cuando la encontró, le pidió que la acompañara a un rosal de un vecino, amigo de ambos. Mientras la sujetaba con una mano, su otra extremidad arrancaba del arbusto una pequeña y abultada rosa. En su intento por tomar la flor, su dedo índice fue atravesado por alguna espina malintencionada del tallo, derramando así una pequeña gota de sangre.

Él le preguntó:

-¿En qué se parece una mujer a una rosa?
-Mmmmm… no tengo ni idea.- respondió capciosamente ella. –dime la tuya.
-Simplemente tómala. Luego se te ocurrirá algo.

Seguían sentados en la misma mesa, uno frente al otro. La ansiedad de él aún no disminuía (parece que su té estaba algo cargado). En un movimiento sutil, ella sacó de su bolso un pequeño libro. Lo abrió más o menos por la mitad y sacó la rosa de aquella ocasión. Ya estaba bastante decolorada, pero no había sufrido cambios mayores. Consternado, él le preguntó algo nervioso:

-¿Todavía la conservas? Pensé que esos juegos de niños…
-¡Calla de una buena vez! Piensas demasiado para mi gusto- le reclamó ella por última vez en esa tarde y, probablemente, en todo el resto de su vida. - Ahora déjame contarte mi historia.

Fecha de escritura: 09/12/07

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