26/1/17

Algunas preguntas en torno a los "Premios de Cultura"

Estoy tratando de recopilar opiniones. Espero me puedan ayudar en este proceso de reflexión. Las diferentes respuestas a estas preguntas me servirán para preparar una próxima entrada de Escribiendo al vacío:

Durante los últimos 5 años la designación al Premio Nacional de Cultura Magón ha estado monopolizado por "agentes culturales" relacionados con el quehacer literario, en alguna de sus formas. ¿Ustedes creen que esto es síntoma de algo más grande? ¿Existirá algún tipo de polarización a la hora de evaluar y adjudicar dicho premio? ¿Será que el resto del quehacer cultural nacional no se encuentra al nivel del trabajo literario? O bien, al ser este un premio bajo postulación (lo cual parece un concurso de popularidad más que otra cosa), ¿se está invisibilizando, por omisión o por falta de iniciativa, a otros "agentes culturales" que también "merecen el Magón"? ¿Podrían citar algunos ejemplos y estarían dispuestos ustedes a postular el próximo año a alguno de ellos?

Grupo Marfil interpretando uno de sus temas más populares: Saca Boom Boom

Por otra parte, el Premio de Cultura Inmaterial Emilia Prieto 2016 fue otorgado al Grupo Marfil. No obstante, está siendo cuestionado por un sector social que lo tacha de "grupo populachero" o "burdo", y argumentando que hay otros agentes culturales mejor calificados para el galardón (de nuevo, este premio se otorga bajo postulación).

¿Cuál es la definición de "cultura" para cada uno de ustedes? ¿Es una definición apoyada desde qué punto de vista: antropológica, artística, literaria, filosófica, interdisciplinaria? ¿Consideran que esta definición discrimina de soslayo algún tipo de manifestación que para otra definición sí sería "cultural"? ¿Es la "cultura" cuantificable, medible, imparcialmente comparable, como para ser objeto de una evaluación, decir que algo es "más cultural que lo otro" y por tanto dar un premio? Pueden reemplazar la palabra "cultura" por algún tipo de expresión artística, el problema es el mismo.

26/12/12

Plenitud en el vacío y otros absurdos generacionales


Cada vez que dirijo la vista hacia quienes están alrededor, no veo más que el vacío.

No exagero al decirlo. Tal vez me precipite en afirmarlo, de eso sí me puedo culpar, pero no considero que esté equivocado. Nuestra generación está viviendo un estado emocional colectivo de ensimismamiento tan sutil, que poco a poco va incorporándose a su forma de ver y experimentar la vida. Sin embargo, esta abstracción voluntaria no se debe a un proceso cognitivo elevado, a la meditación o la simple reflexión (ojalá fuese alguna de ellas). Nuestra generación se ve, más que influenciada, doblegada ante el creciente poder que se le confiere al mundo material.

En ocasiones me pregunto, ¿acaso la gente no piensa, al menos por un instante, sobre el poder del capital y el consumo en sus vidas? No, tal vez no lo hagan. Están demasiado ocupados pensando qué artefacto “necesitan” para llenar ese vacío interminable: el carro último modelo (aunque las calles ya estén colapsadas por la cantidad de vehículos que circulan actualmente), el celular de pantalla táctil con Wi-Fi y cámaras de video hasta en los costados, los zapatos que estarán esperando a ser utilizados en un rincón del armario (junto con los zapatos que compraron la semana anterior, y la anterior a esa, y la anterior a la anterior), algún best-seller de cualquier cosa y cualquier autor (para aparentar que son personas de mundo, leyendo literatura de supermercado), el viaje a la playa o a tal país para conocer sus maravillas (e inmediatamente subir las fotos con aquel celular que compraron a las redes sociales, y así sus otros amigos comentan y comparten, celosamente o no, sobre sus propias experiencias)… ¿En qué momento nuestra sociedad se convirtió en un sistema tan precisamente estructurado? El poder adquisitivo es, hoy en día, el verdadero lubricante social de este mundo que nos han hecho pasar por nuestro.

Muchos de ustedes, lectores, estarán de acuerdo conmigo en que esto que menciono no es nada nuevo. Ni siquiera es algo prohibido o censurable, estoy seguro que no cerrarán mi blog o eliminarán este texto en la madrugada. No obstante, estoy seguro que casi nadie se detiene a pensar cómo es que nuestro esquema social, basado en el consumo, se convirtió en un estilo de vida, más que en una forma de subsistencia comercial. Precisamente ese es el secreto del éxito: evitar que la población meta se preocupe, procurar que caiga en aquel ensimismamiento que mencioné (atrapados en una pantallita LCD, en las vitrinas de los centros comerciales o en la comodidad de su auto, de su sofá o de su hotel cinco estrellas) y que el círculo vicioso de ganar-comprar-utilizar-desechar se mantenga inalterable.

Yo no tengo nada en contra del poder adquisitivo de las personas. La gente trabaja, gana su dinero y tiene derecho a utilizarlo como crea conveniente. Lo que me entristece es que el tiempo que le dedica la gente a trabajar y a consumir termine por saturar el resto de su cotidianidad, a tal grado que solo piensan y hablan sobre ello (incluso en momentos de esparcimiento, supuestamente dedicados a descansar). ¿Dónde quedaron las conversaciones interesantes, las discusiones al absurdo, los momentos de silencio cómplice? Tal vez por eso, últimamente, prefiera verlos y simplemente sonreírles hasta que agoten el tema de conversación y allí, tal vez, realmente tratar de iniciar una conversación valiosa.

Nuestra generación vive en un vacío aparentemente repleto de objetos que se poseen o se desean, mas no se necesitan. Esa ilusión de plenitud es necesario desvanecerla. ¿Cómo? La pregunta queda abierta, anímense ustedes a responderla. 

4/1/12

Esperanza...

La brisa corría con disimulo, como quien no quiere ser descubierto por algún malintencionado que desea capturarle. Rozaba los árboles, la hierba, las rocas y el rústico camino que comunica las veredas. Tenue brisa, se sentía aun más fría gracias al ya nublado cielo, gris y reservado, trayendo consigo un aroma a lluvia y soledad. Así de impredecible es el tiempo: a veces sales pensando que no lloverá, y termina en aguacero y se mojan tus planes de pasar el día afuera.

Sin embargo, fue fácil notar para ti un gradual ascenso del brillo en el ambiente. Viste cómo se iba cubriendo la pequeña pradera de un color mucho más vivo, mientras éste desplazaba el grisáceo tono de verde entristecido del cual estaba cubierto el paisaje. Había aparecido un pequeño agujero entre las nubes, y el sol, como si no lo hubiese pensado dos veces antes de escabullirse de su bóveda improvisada, había lanzado unas cuantas muestras de su calor en tu hasta ahora estropeado recorrido. Ese calor que te atraviesa desde la punta de la nariz hasta la punta de los pies, de un brazo a otro, de pecho a espalda, rodeando tu cuerpo por completo. Por un instante, el frío había desaparecido.

La brisa corría con disimulo. Y con tanto disimulo, que en un abrir y cerrar de ojos la claridad que había envuelto a los árboles, la hierba, las rocas y el rústico camino había desaparecido sin dar síntoma alguna de su partida. Así debe de ser la esperanza: a veces parece que te ayuda, en otras termina por demostrarte que es simplemente un anhelo infundado. Mejor seguiste caminando, esperando (sí, esperando) que en algún momento aquella brisa inoportuna entienda que la esperanza es lo único que no intentas dar por perdido.

15/10/11

Lectura a una desconocida

Dos minutos para las dos de la tarde. Dos minutos justos para que el chofer del bus encienda el motor del vejestorio que conduce. Subo, doy unas cuantas monedas, recibo otras a cambio y busco algún asiento disponible. Y digo “busco asiento” porque, por lo general, a dos minutos de que el bus inicie su trayecto, es complicado encontrar lugar entre el gentío. Pocos asientos están disponibles: junto a una señora con una pequeña de apenas unos 6 meses de vida, algún tipo con sus audífonos a todo volumen, un hombre de edad algo avanzada que empieza a cabecear. Por último, una joven con unos libros, un bolso y una mirada que apunta al exterior del bus. Decido sentarme junto a ella.

En realidad es una muchacha, por decir poco, atractiva a la vista. No había prestado atención al respecto solo hasta cuando me senté y sentí un aroma suave y gentil que emanaba de su cuerpo. Tal vez por timidez volteo disimuladamente la mirada para ver fugazmente su ser. Parece preocupada, pensativa, como quien reflexiona e interroga al vacío esperando una respuesta. Un suspiro, mira el reloj, se acomoda y abre uno de sus libros. Portada dura sin título, libro usado. Un minuto para las dos de la tarde.

Como es usual, saco mis lentes y mi libro acompañante para hacer un poco ameno el trayecto. El bus arranca con su trote habitual. Mientras paso mi mirada por las líneas del texto, noto que por algún motivo no logro concentrarme en la lectura. Vuelvo al inicio del capítulo, releo las primeras palabras. Esfuerzo infructuoso. Me entra una tremenda curiosidad por saber qué lee la joven (o a lo mejor ese solo es un mal pretexto para decir que ella me distraía de alguna manera). ¿Y qué pasaría si le pregunto qué está leyendo? ¿Me ignoraría, me daría el nombre sin más o cerraría el libro? Si sucedieran las primeras dos alternativas la cuestión no pasaría a más y tendría que esforzarme nuevamente por reiniciar mi lectura. Si cerrara su libro... Bueno, a lo mejor se molesta, mejor no hacerlo.

Han pasado diez minutos. Diez minutos de lectura infructuosa, de pensar en un sinfín de posibilidades, de realidades alternas. Paso la página para al menos disimular un poco. He notado que ella no ha pasado de página en todo el trayecto. ¿Estará pensando lo mismo que este ingenuo? Otra mirada fugaz, me parece ver que está dormida, pero súbitamente abre los ojos, se sacude y sigue con su libro. Nota que la he mirado, se ve algo incomodada, carraspea, retoma la postura y vuelve algunas páginas atrás. Ha perdido el hilo de la lectura, según parece.

Dos y veinte. Casi vamos llegando al final del camino. Poco a poco el bus se ha ido desocupando (tal vez queden unos ocho o diez pasajeros). Coloco mi separador del libro en su lugar y guardo mis lentes. Veinte minutos de lectura desperdiciados por un supuesto. Llega el bus a la última parada, ella guarda rápidamente algunos libros en el bolso y otros los carga en sus brazos. Me levanto rápidamente, doy las gracias al chofer y me bajo del bus sin más. El día empieza a ponerse un poco gris, un poco de viento, apenas para ir por un café y seguir con mi lectura de una buena vez. Una voz delgada hace una entrada extraña y dubitativa:

-Eh, muchacho... Qué pena la pregunta, ¿pero ese libro no era de Gasset?

¿Cómo pudo notarlo, si mi libro no tiene encabezado alguno? Con un tono más confuso aún respondo:

-Sí, sí... De hecho, es de Gasset.

Silencio incómodo. Retomo:

-No es por importunarla y le pido que no lo tome a mal. Me preguntaba... Bueno, le pregunto, ¿gustaría ir por un café?

8/10/11

Un moribundo...

Los ojos del anciano, cansados y arrugados por tantos soles que entraron y salieron en su vida, miraban hacia un punto fijo del techo. Parpadeaba no con mucha frecuencia, el habla le fallaba con intermitencia y el instinto, irónicamente consciente de su importancia, forzaban su respiración. Su boca se mantenía abierta, y solo movía un poco la lengua y la mandíbula para tragar y balbucear algún mal obrado gemido. Olía a viejo, a sudor y agonía, a cansancio mezclado con llanto nocturno, a sobros del desayuno y saliva seca en los labios.

Yacía en una cama de sábanas blancas y cobijas de algodón, rombos rojos y azules. Al lado, una mesa con una lámpara de luz tenue, un reloj que siempre marcaba las 3 de la tarde, una libreta de apuntes, un vaso con agua y pastillas esparcidas en aparente desorden. Había una foto, una pareja frente a un chalet en la montaña, nieve alrededor, las montañas de fondo parecían difuminarse al acercarse al celeste de un cielo despejado. El cartón de la fotografía estaba ya algo deteriorado, la esquina superior derecha parecía estar amarillenta por el tiempo y el trajín.

A pesar de sentirse a solas, el cuarto permanecía relativamente tibio gracias a una pequeña chimenea ubicada cerca a la cabecera de la cama. Sus carbones ya estaban a punto de apagarse y la última brasa buscaba aire de dónde agarrar una nueva chispa, antes de disiparse del todo. Afuera había una recia tormenta, golpeaba a veces la pequeña y única ventana del cuarto, parecía que se formaba una leve capa de escarcha, dificultaba la vista hacia el exterior. Las paredes hacían estrecho el cuarto y el suelo de madera crujían cada vez que el viento golpeaba el exterior. La puerta se ubicaba completamente opuesta a la cama, teniendo que caminar más de la cuenta para ir de un lado a otro de la recámara.

Sí, se sentía a solas. Disimuladamente sentada en una de las esquinas estaba una sombra. Lo miraba atentamente en todo momento. A veces miraba su muñeca, como quien se fija en la hora; otras veces daba una vuelta por el cuarto, inspeccionaba si la chimenea aun humeaba, repasaba la fotografía, contaba las pastillas, pasaba por encima del viejo, luego por debajo de la cama, se fijaba en la tormenta que se avecinaba y finalmente se ocultaba de nuevo en la esquina. El viejo solo seguía mirando el techo, tragaba saliva y tosía con un chillido mudo en los bronquios.

El viento dejó de golpear la ventana. Solo se escuchaba la brasa chistando cada vez con menor intensidad. El viejo respiró profundamente, tomó alguna bocanada de fuerzas y murmuró "Es hora", sin decidirse entre preguntar, afirma u ordenar. La sombra se acercó al moribundo y rozó su mano derecha. Se detuvo un instante para observar la fotografía de los dos jóvenes, hipnotizada por el recuerdo. Con un movimiento sereno cerró sus ojos (tan inertes ya, que ni energías sobraban para cerrarlos por su cuenta), y luego se transportó de un lado a otro hacia la puerta, abriéndola de par en par. Desde afuera entró un leve soplido, fresco, cristalino, viento de invierno. Recorrió con dificultad el largo del cuarto, enfriando paulatinamente el ambiente tibio que circundaba, y con lo último de su impulso apagó la brasa de la chimenea.

10/9/11

Más allá de una mirada...

Lo acepto, me obsesionan más que solo las miradas...

Y es que gran parte de lo que me gusta observar, analizar, disfrutar y recordar no es simplemente un par de ojos que se abren y cierran. Las miradas son más que eso, tal vez mucha gente no percibe ese perfecto mosaico de componentes que adornan la mirada de alguien. Mi definición de “primera impresión” tiene más o menos esa orientación.

Cuando me llama la atención una mirada, veo más allá del color del iris en sus ojos, cómo se abren y cierran a ritmos algo intermitentes, si brillan o se notan cansados. Me gusta ver también como conjuga su expresión labial, su sonrisa, su gesticulación, sus labios tristes o meditabundos, su sonrisa tímida u omnipresente. Es importante el tono de voz, con cuánta mesura se expresa, si chilla en vez de hablar, qué tan inteligente es cuanto sale de sus pensamientos, si su risa se contagia, si se le quiebra la voz por miedo a decir algo inapropiado, si se toma su tiempo o atropella cuanta palabra se encuentra. Me gusta ver cuando sonríen hasta sonrojarse, su expresión de sorpresa, miedo o alegría; su rostro serio o decidido, imaginar el rostro que se esconde tras un libro.

Se dirán, ¿acaso no es un poco raro pensar en todo ello? Sí, probablemente sí. Pero me parece normal, tomando en cuenta que el principal medio de comunicación no verbal se halla en nuestros rostros. Es por ello que, a veces sin darnos cuenta, damos un valor adicional al encuentro personal, a sentir que con quien hablamos realmente existe para nosotros, a vernos en un café o en el parque. Sentirse vivo también es sentir que comunicamos que nos sentimos vivos y que alguien más lo haga a manera de respuesta y gratitud.

Por eso, cuando quiero recordar a alguien que tiene cierto significado para mi existencia, imagino que me habla y que su rostro me dice lo que recuerdo que me decía. Sin duda, no sé qué seríamos de nosotros si no recordáramos al menos esa mirada, ese rostro, esa persona.

10/7/11

Cien palabras (II)

I
Los oficiales rodean el cadáver. Por otra parte, los policías de bajo rango buscan huellas y pistas en una casa llena de recuerdos de viajes y cuadros baratos. Un cuchillo incrustado desde un lado del cuello, atravesando por completo la laringe y la yugular. Nadie escuchó grito o pleito alguno. Nadie vio entrar o salir a ningún desconocido. Ni siquiera se sabía si tenía cercanos: solo trabajaba, vendía libros usados y regalaba poemas a alguna chica que se sentara a su lado en el tranvía. Encontraron una carta en la cómoda del cuarto: “No busquen más, idiotas: se llama suicidio”.

II
Bajo el sol crepuscular, un poeta se sienta debajo del árbol, saca una pequeña libreta de cuero, un lápiz, posa su mirada en el horizonte, cierra los ojos, suspira y empieza a murmurar. Se escucha una pequeña caída de agua que alimenta el arroyo. La brisa hace caer unas cuantas hojas del árbol sobre su cabeza. Abre los ojos, sacude su cabello y dirige su mirada hacia una pequeña rana que reposa tranquilamente en una de las piedras del arroyo. En ese instante, la rana salta hacia el agua y empieza a nadar. El poeta sonríe y empieza a garabatear.

III
“Maestra, ¿qué es la guerra?”, preguntó un curioso niño, interrumpiendo la clase. Sus compañeros se quedaron viéndolo, y luego miraron a la maestra, porque a lo mejor ellos tampoco tenían claro el concepto. Ella, que estaba escribiendo unas frases en la pizarra, se detuvo, guardó la tiza, volvió su cuerpo hacia el grupo y vio al niño con la mano levantada, signo de la más profunda inocencia. “¿Dónde escuchaste esa palabra?”, “En el periódico, nunca había leído esa palabra, había una foto con edificios que se rompieron”. Cuánta ingenuidad. “Mi pequeño, para empezar, los edificios no se rompieron: los rompieron”.

IV
Se sentaron en uno de los sillones del café. Música tranquila, ambiente acogedor, aroma característico, idóneo para pasar un rato ameno entre tazas. Había cierta concurrencia, eran las tres de la tarde. Profesores ponían sus libros sobre la mesa, señalaban sus cubiertas y reían parafraseando cada frase memorable que se contenían en sus hojas. Otros, solitarios, tomaban un periódico y leían el columnista del día o resolvían el crucigrama. Algún timorato se sentaba en una mesa para dos, veía nerviosamente el reloj y la puerta. Ellos pidieron dos café negros. “Ahora sí, ¿sobre qué quieres hablar?”, “Lo que tú quieras”.