23/7/09

Sueño Inconsciente

No es sorprendente lo que ocurre en la ciudad, especialmente de noche. Los testigos simplemente duermen por el cansancio o el terror de los peligros que acechan las desoladas calles, y aquellos que aun no cierran sus ojos apenas inician su penoso día. Donde probablemente caminaban niños y niñas rumbo a la escuela, inocente hábito del saber, en la penumbra los maleantes están pendientes de su próxima víctima. En parques donde los amigos frecuentan sus encuentros y los enamorados sus declaraciones de amor, la oscuridad oculta tras la maleza borrachos y drogadictos que calman (o estimulan, más bien) su degradante adicción. Abarrotados en el día las oficinas, tiendas y restaurantes; en las noches, los bares, prostíbulos, clubes nocturnos y otros antros. ¿Dónde queda la filosofía, la cordura, la conciencia? La filosofía, en un estilo de vida decadente y llevada a los vanos placeres; la cordura, junto con la conciencia, en algún otro lugar del mundo, menos en los senos de la prostituta de asfalto y concreto, la cual da de mamar con asquerosa naturalidad al libertinaje y el desenfreno.
Pero no crean que la vida en la ciudad no me gusta, especialmente de noche, otra cosa muy distinta es que reconozca mis retorcidas inclinaciones por la oscuridad y lo mundano. Cada vez que tengo oportunidad, escapo de mi cuarto y me dejo llevar por el gélido viento y las estrellas. Tomo mi sombrero, mi gabardina, algunos centavos y una mirada seca, para emprender así mi ronda nocturna. No conozco otra luz más que la del amanecer, ni otro astro más que la luna, fiel y reservada vigía de la decadencia en que la humanidad está inmersa.
No recuerdo alguna vida anterior a esta. No tengo recuerdos de infancia, de mis padres, de hermanos (si alguna vez tuve alguno), de algún amigo, de algún amorío. Solo recuerdo que siempre salgo en las noches, en busca de no-sé-qué, de una vaga compañía, de algún pleito, de algún tesoro escondido debajo de las sábanas, o de un diálogo con la soledad. A veces siento que me encuentro soñando con la noche, con la ciudad, como si todo esto fuera una ilusión. Aun así, no es una excusa para dejar ir la oportunidad de aventurarse entre callejones y cantinas de mala muerte, como he hecho hoy.
Todos los martes (¿es acaso ese el día?) acostumbro sentarme junto a la ventana de una taberna, ubicada en el centro de una zona ferroviaria. Coloco mi sombrero y mi gabardina en el asiento de enfrente. Veo cómo la gente toma el último tren que los lleva rumbo a sus casas, cómo otras personas se baja en alguna estación, y a unos cuantos que siguen sigilosamente a aquellas (los motivos por los cuales hacen esto son innecesarios de aclarar). “¡Oye, Gavilán! Lo mismo de siempre, ¡sin piedad!”, y enseguida el cantinero, un cincuentón de altura media, calvo, panzón y con la cara cicatrizada por alguna rencilla (si usara un parche en el ojo lo asemejaría a algún viejo pirata contemporáneo, si es que fuera posible su existencia), pone en la mesa unas frituras terriblemente grasosas y saladas, dos tragos de tequila (para alivianar la pesadez de la grasa contenida en la “comida”) y una jarra de cerveza cruda.
Tomo el primer trago de tequila. Es fácil describir la triste fachada del bar, con tan solo decir que sus dimensiones no podrían superar los setenta metros cuadrados. Tiene dos ventanas que miran a la calle, cuatro mesas centradas en el local, y una barra de unos 5 metros de largo, donde Gavilán se mueve con la gracia de un orangután en el agua. Siempre hay alguna mesa desocupada, no es el lugar más popular de la zona, pero su ambiente es extrañamente envolvente. Luces débiles, amarillas, parpadeantes; una sutil, pero notable capa de humo causada por las chimeneas humanas; cierto olor a apestoso sudor, vaho característico de los lugares hacinados, mezclado ligeramente con flatos y aromas gástricos que sugieren un escaso aseo del servicio sanitario (es por eso que me siento junto a una de las ventanas). La música es variada y agradable al oído, y en ocasiones reservan dos horas para que un mariachi de instrumentos enmohecidos por la humedad y un grupo de jazz experimental, den un ambiente alegre y bohemio al recinto. Precisamente hoy está este último grupo, conozco personalmente al saxofonista (o creo conocerlo), y lo saludo efusivamente con la mano. “Una pieza sublime, que me llegue al alma, ¡no me decepciones, chaval!”, y así la banda empieza con un solo nostálgico del saxofón, seguido de un progresivo acompañamiento del teclado, mientras la batería hace su ritmo base “tisss, tis, tis, tisss… tis tis, tisss…”. Gavilán, aunque no lo parezca, es amante de la música, y trata de flirtear con un par de muchachas, diciendo que él mismo fue quien le enseñó al percusionista. El ambiente estaba preparado para una velada de maravilla.
Como las frituras, y las bajo de mi garganta con la cerveza. Veo que la gente empieza a llegar a la cantina y empiezan a conversar entre ellas. Aplauden con inusitada efusividad cada vez que el grupo terminaba una pieza, y pedían alguna otra (alguna conocida, una tonada melancólica, una oda a la alegría, o simplemente una improvisación). No veo ninguna cara familiar, ni tampoco malgasto mis esperanzas en ver alguna, si con pocas personas me relaciono, y a menos las tomo en serio. La otra mesa junto a la ventana ha sido ocupada por una pareja de jóvenes tórtolos, cuchicheando por aquí y por allá, con miradas ilusamente inspiradoras. En las mesas del centro, grupos de amigos, viejos amigos, que carcajean al escuchar una anécdota, y se burlan de alguna payasada, infaltable en reuniones de ese tipo. Pasan cervezas de un lado, pedazos de pollo de otro, las cuentas por aquí y por allá. Gavilán es pésimo con las matemáticas, y siempre resulta estafado por los clientes, argumentando ellos que había cobrado de más, mientras él decía a grandes voces “seré ignorante, lo acepto… ¡Pero idiota no más que usted!” (ahora veo cual pudo ser el motivo de su grotesca marca en el rostro). Los golpes, las risas, los tropiezos, y las cuentas pagadas sin deuda alguna. “Así nunca va a prosperar, Gavilán… ¡Consígase un ábaco, al menos, y verá cuántos ojos morados se ahorra!”.
De repente empiezo a sentir algunas punzadas. No creo que haya sido la comida, si no siento nada en mi estómago. Es una sensación de presión que ronda desde mi cabeza hasta la punta de los pies, un constante hormigueo que recorre mi cuerpo, y va mordiendo cada centímetro de piel, cada respiro, cada latido. Nunca me había encontrado en un estado tan molesto, tan exasperante. Raspo la mesa con la jarra de cerveza, ya vacía. Tomo un centavo de mi pantalón y empiezo a jugar con él, a pasarlo de una mano a otra, golpear mis uñas contra él, estrellarlo contra el suelo, ¡y las punzadas no desaparecen! El hedor del baño se volvía sulfuroso, penetrante, irritante, y siento que el bar alcanza temperaturas increíblemente infernales, como si descendiera poco a poco, a paso irregular, hasta el mismísimo centro de la Tierra. La gente empieza a murmurar, a blasfemar y reírse, con voces similares a las que saldrían de alguna maldita caverna. Me señalan con sus leprosos dedos, tachándome de loco, de misántropo, de fenómeno, mientras saltaban de una mesa a otra, completamente dementes. Me levanto de la mesa y salgo a la intemperie por un instante (Gavilán casi piensa que me iría sin pagar), veo cómo los trenes se mueven a una velocidad monstruosa, cómo la gente sale disparada de las ventanas, y seguidamente estrellan sus sienes contra el polvoriento suelo. Cómo la luna sube y baja de su órbita, toma las estrellas para construirse una corona de una incandescencia sin igual, que lastima la vista con tan solo intentar verla. Definitivamente esto no es la comida. Con el mayor de los ascos imaginables, entré al baño de la cantina a lavar mi rostro con algo de agua.
Me falta tomar el último trago de tequila. El lavatorio de manos no era mucho más limpio que el baño, en general. Las baldosas que conforman las paredes están manchadas con una sustancia grasosa y, hasta cierto punto, escatológica: es imposible tener las agallas, o la suficiente falta de lucidez, como para atreverse a apoyarse contra los muros. Contradictoriamente, el agua es fría y refrescante, justo lo que necesito antes de que las punzadas vuelvan a dar una segunda estocada. Salgo del servicio sanitario, y me dirijo apresuradamente a la mesa. De súbito me detengo en el centro del bar. Sentada junto a la ventana (mi ventana), está una mujer totalmente desconocida para mí. No es el hecho de que estuviese allí mi motivo de sorpresa, sino la extraña naturalidad con la que se había adueñado de la mesa. Tiene mi sombrero en su cabeza, como para tratar de llamar la atención de su dueño, propósito en el que de inmediato tuvo éxito. Doy un saludo breve, tajante, tomo mi sombrero y lo coloco en su lugar. Sin más normas de urbanidad por romper aquella noche, la mujer tomó del bolsillo de mi gabardina unas monedas, y dijo “¡Gavilán! ¿Acaso la dama no merece ser invitada? Ya sabes lo que me gusta…”. Desde que sea bien pagado, Gavilán no mira de dónde provenga el dinero, y enseguida trajo a la mesa una margarita (no tengo idea de cuánto dinero se apropió para comprarla, pero ya estaba en la mesa). Sentí cómo me hiperventilaba de manera anormal, y cómo mi corazón empezaba a latir apresuradamente (no sé si de la ira, o de algún otro motivo, fuera de mi comprensión), y antes de lanzar el primer improperio, la mujer posa su índice en mi boca. Con un guiño de ojo me dice coquetamente, “déjame tomarme esto, luego habrá tiempo de presentarnos…”.
Tomo rápidamente el último trago de tequila. Siento que todos mis vasos sanguíneos se llenan poco a poco, lo cual incrementa mi sensibilidad, mi ansiedad y energía. No es la comida ni el alcohol, si todos los martes vengo al bar y salgo con toda la normalidad del caso. Es esa mujer, no es común tan poca vergüenza y falta de decoro en una persona con tanta gracia, y sin embargo allí estaba, tratando de tomar de nuevo mi sombrero para jugar con él un rato, como si no hubiera reaccionado ante mi atropellado recibimiento. Mi corazón late desenfrenadamente, lo siento en la garganta, lo siento en las piernas, lo siento en las manos y en la cabeza. Las punzadas se han detenido por el momento, ¡pero parece que las desgracias nunca vienen solas! La mujer, al ver que no había mencionado palabra alguna, reclama “al parecer no me has reconocido aun, ¿es cierto? Ven, demos una vuelta, para aclarar tus dudas”. No me voy del bar sin agradecer a Gavilán, y me despido de él tan efusivamente, que me dice sarcásticamente “¡hombre! Como si no nos volviéramos a ver después”.
La ciudad es terriblemente convulsa, especialmente de noche. De las tabernas salen trastabillando hombres con mujeres en sus brazos, y toman el primer taxi que encuentren para llevarlos a la deriva de la lascivia. Otros que saltan como primates, se arrastran por el suelo, y juran que están escalando el Everest con una barra de mantequilla en cada sandalia que traen de su reciente viaje al trópico. Se escuchan gritos en los callejones, en las calles desoladas, sangre de puñales, diluida por la ligera lluvia que enfría aun más el ambiente. Corren hampones, dejando más confusión a su paso, y con una sonrisa delatora de la dulce amargura a la que están sometidos, por la que tienen que vivir la vertiginosa y aventurera vida del perseguido. Aparecen cadáveres roídos por las ratas y las malas lenguas, los chismes que todo tergiversan. Veo la ciudad, y no veo la gloria de la civilización, sino el síntoma de la depravación, la causa y consecuencia de la perdición de una especie que pudo ser más, y nunca se le dio la gana de serlo.
Las punzadas regresan con un furor vengativo, y arremeten sin misericordia contra mi cuerpo. No puedo caminar más, y trato de apoyarme a un bote de basura que se encontraba cerca. El olor a podredumbre aumenta aun más el pánico que producen las perforaciones nerviosas de mi organismo, y las frenéticas palpitaciones de mi corazón hacen que mis movimientos sean eléctricos, torpes y precipitados. No logro distinguir entre un edificio y el suelo, y veo cómo la luna se va enrojeciendo triste y diabólicamente, mientras toma su corona de estrellas y las arroja, una a una, sobre mi ya lacerada existencia. En ese preciso instante, y con esa escalofriante naturalidad con la que estaba sentada junto a la ventana, la mujer se acerca a mi oído y susurra “¿aun no me reconoces?”. Las sombras de los árboles, de los rascacielos, de los autos, de los postes, de los indigentes, de los moribundos, todas las sombras de la ciudad envuelven a la mujer, mientras lanza una risa aterradora, burlándose de mi ingenuidad e ignorancia. Se convirtió en un monstruo colosal, desproporcionado, todo lo absorbía a su paso y no dejaba rastro alguno, como si fuera una réplica de un agujero negro. Con una voz oscura, con una voz compuesta por todas las voces de los ángeles y demonios, de la que salen rayos y llamas de la boca que la produce, grita sádicamente “¿Ahora ves quién soy, cretino? Ahora me perteneces, le perteneces a la ciudad, ¡le perteneces a la Muerte!”.
Estoy siendo absorbido por su horrible presencia, y veo dentro de ella la perdición de un mundo oscuro e incorregible. Las risas burlescas, los excesos, la adicción, la codicia, el deseo, la malformación, la lujuria; en fin, todo lo mundano va desapareciendo dentro del vacío eterno de la Muerte. Nada perdura, nada es perenne, nada es valioso, sublime ni trascendente. Al final, no se construye un mundo para el futuro, sino que se levanta una sociedad ciega, solo piensa en vivir el ahora, nunca el mañana, y por ello llenan de inestabilidad e incertidumbre a sus sucesores: el mañana no ha llegado, pero el hoy del mañana es el mañana de hoy, ¿no es acaso igual de importante? La Muerte me absorbe, y con ello me hace despertar del sueño en el que estoy inmerso desde no sé cuánto tiempo. La gabardina, el sombrero, la cara seca, la aventura, el desenfreno, todo ha sido producto de mi fantasía. Una fantasía espeluznante, desgarradora, una fantasía que nadie debería vivir, y todos quieren experimentarla alguna vez. La fantasía de la ciudad es pensar que vivirla es realmente vivir. Vivir en un sueño no es vivir, es simplemente soñar…

No ha pasado más de un mes desde que nuestro paciente se encuentra en un coma profundo. Hemos perdido todas las esperanzas en recuperar su estado consciente. Se le han aplicado casi todos los tratamientos existentes en nuestro campo, y en otras áreas de la medicina moderna: acupuntura, trances hipnóticos, aromaterapia, medicación psiquiátrica... Todos en vano. Los diagnósticos de los más prestigiosos especialistas lo han declarado en un “estado irrecuperable”. Hace unas horas, aplicamos vía intravenosa un medicamente de alto riesgo, con resultados experimentales en su mayoría adversos, pero dada la autorización de su única (y aparente) familiar, procedimos a aplicársela sin más remedio.
A las 8:35 am, con una dificultad para respirar y moviendo nerviosamente los labios, el paciente trató de abrir la boca con una dificultad más que aparente. Su aliento recuerda los cuerpos en estado de descomposición después de haber alcanzado la muerte. Agitando rápidamente su rasgada lengua, produjo un débil tartamudeo. No fueron palabras concisas ni transparentes, pero cada una de sus sílabas permitía aclarar cualquier duda de su primera locución luego de un mes de teórica muerte cerebral:
“¿Por qué es de día?”…

4 comentarios:

  1. Un poco mas tarde de lo q pretendia leerlo... me disculpo ante la tardanza...

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  2. Julio!!!! No publiques textos cuando no puedo ser la primera en comentarlos!!! Ja ja ja, los comentarios deberian estar ordenados segun la importancia de la persona q los hace; osea, el mio de primero siempre!!! Ja ja ja

    Bueno ya, poniendome seria...

    Muy interesante el texto, realmente diferente a lo q has venido escribiendo, siento q aun no es tan lúgubre como lo deseas, sin embargo sigue teniendo la calidad de todos tus textos, osea, es realmente bueno...
    Como lectora logró atraparme hasta el final..

    Cuidate!!!

    Yo :)

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  3. Hermano... Tremendo. Yo tambien senti las punzadas, yo tambien senti su estrepitosa voz (de la Muerte)... Me gusta tu oscuridad.

    Julio que buen texto. Los juegos de palabras, la cadencia y el ritmo son el preciso para cada instante de desenvolvimiento

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  4. Julio, realmente me atrapaste con este texto, me encanta el personaje de la mujer que toma el sombrero.. Es tan provocativa...

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