Sí. Él caminaba por la vereda. Miraba a su alrededor, buscando un destello de luz, pese a que las nubes rondaban por los cielos. Se asomaba por el camino natural de los árboles, se sentaba en las tenues sombras que proyectaban las copas. No había hecho nada más en todo el día. Solo daba un paso a la vez, sin prisa ni desánimo: ya le bastaba el que tenía en su alma. ¿Comida? Si deseaba, podía digerir aire. ¿Bebida? Se ahogaba en su propio llanto. Él solo quería caminar. Quería pensar. Terminó reposando junto a un tronco seco, restante de la tala infructuosa de algún leñador malintencionado.
Soñó que seguía caminando por la vereda, con la misma paciencia y religiosidad de antes. Apareció de repente una pequeña cabaña, algo averiada por las inclemencias del tiempo y el clima. Como era costumbre, simplemente la ignoró y siguió en sus cavilaciones. Inexplicablemente, al dar el siguiente paso terminó encontrándose frente a la puerta de la casa. Algo molesto y confundido, trató de dar vuelta y seguir por su camino. No pudo ni siquiera girar su cuerpo. Estaba siendo obligado a abrir la puerta y entrar en la penumbra de tan intrigante edificio. No había cerradura, por lo que tuvo que embestir la entrada.
Dentro de la casa, era casi imposible ver a más de una palma lo que había frente a los ojos. Viendo eso, él se sorprendió porque la poca luz que podía entrar por la puerta no pasaba de allí, como si se tratase de una simple pintura fluorescente. Solo podía seguir hacia adelante. Y con esa ciega fe de los esperanzados, siguió caminando, paso a paso. Pasaba por recámaras cada vez más frías, como si fuera descendiendo hacia las profundidades de la tierra (¿Quién dijo que el infierno era infinitamente caliente?). Sus huesos empezaban a congelarse, y los músculos de sus piernas ya no respondían. Cuando su cuerpo no pudo resistir más la aridez gélida de la casa, se desplomó estrepitosamente contra el suelo. Cerró los ojos.
Nadaba en un lago. No era dentro de la vereda, ya que no existía ni un pozo de agua en las cercanías del lugar. Era tanto el frío, que el simple hecho de luchar contra el líquido del lago era ya una tarea titánica. La costa se vería relativamente cerca, por lo que él se sintió aún más animado a luchar contra el clima y el cansancio. Cada vez que daba una brazada, parecía que la orilla del lago se alejaba un poco más. Su desesperación aumentaba, al igual que su agonía. Se confundían sus lágrimas con el agua que salpicaba por su afanado movimiento. Ya desfalleciendo, se dejó ir. Descendía lentamente hacia el fondo del lago, resignado y desgarrado por dentro. Nuevamente, trató de cerrar los ojos. No obstante, por más que trataba, le era imposible. No le dejaban seguir soñando que desaparecía del mundo. Un cálido brazo rodeó su cuerpo y lo sacó del lago.
Con un sudor aún más frío que el cuarto, se despertó aparatosamente. Respiró hondo, como si fuera la primera vez que respirara en su vida. Seguía en el suelo del cuarto, pero algo había cambiado: apareció una ligera luz por toda la casa. Ya podía volver a la entrada, pero no por ayuda de su propia fuerza. Ese ser que le ayudó a salir del lago tomó su mano, y lo dirigió hacia la salida. Sentía como esa mano lo tomaba amablemente, con un cariño sobrehumano, y una ternura sobrecogedora. Sus fuerzas –que, de todas formas, eran escasas– se recobraban lentamente. No quería abandonar esa mano, y cada vez la sujetaba con más fuerza. En un intento de conocer a ese ser, movido por el agradecimiento y la locura, él extendió su otro brazo, para tratar de abrazarle. No pudo palpar nada. Era imposible alcanzarle.
Al llegar a la puerta, él se quedó estático, sin soltar la mano. Al parecer, prefería quedarse allí, en ese irreal lugar… en ese irreal momento. Trató de llevarle consigo, halando con una energía poco habitual en él. El brazo de ese ser se quedaba inmóvil, con la firme voluntad de quedarse en la cabaña. Él no lo podía aceptar, y halaba cada vez con más decisión. Lloraba por la desgracia que significaría la pérdida de ese ser. Sabía que nadie más había intentado algo similar, y deseaba mostrarle el mundo qué él conocía. En verdad, quería conocerle.
Tanto fue el forcejeo y la voluntad sincera de él, que el ser decidió ceder y cruzar por la puerta. Allí, las nubes del cielo se apartaron, y dejaron que el sol (protagonista oculto por su miedo a aparecer en el firmamento) brillara una vez más. Ese brazo ya no parecía que se sostuviera en el aire. Él vio que después del brazo seguía un hombro, un cuerpo, un rostro. Era hermosa, grandiosa y real a su manera. Simplemente, él la abrazó con un amor indescriptible, con un deseo de nunca separarse de ella. Rodeando él su cuello, y ella su cintura, caminaron juntos por la ruta infinita de la vida.
Una gota de lluvia cayó en la nariz de aquel hombre, luego en sus ojos y en su boca. Despertó. No tenía ningún ser maravilloso a su lado, ninguna mujer que le diera otro sentido a su vida. Era solo ese sueño llevadero de nuevo. Levantó su cabeza del tronco seco. Las nubes lloraban su tristeza, al ver a ese pobre diablo, carcomido por sus utópicos sueños y deseos. Sacudió sus pantalones y apresuró el paso, para no terminar abatido por sus propios lamentos. Su silueta se perdió en la densa neblina que cayó en la vereda.
Fecha de escritura: 26/11/2007