-Sí, adelante…
La puerta suena tímidamente. La sala de espera es bastante pequeña, apenas tiene unas tres sillas para que los pacientes esperen así mismo: pacientemente; una pequeña máquina para hacer café, una ventanita que apenas deja pasar la luz que proviene fuera del edificio, un bombillo fluorescente y pálido, un piso frío y reluciente. La asistente espera detrás de un escritorio algo deteriorado por las termitas y el tiempo, mientras toma notas sobre quién sabe qué cuestiones (tal vez citas pendientes, tal vez cuentas sin pagar, tal vez un crucigrama). Entra una persona, totalmente envuelta en sus ropas, empapada por la tormenta que azotaba el pueblo, sólo tenía una pequeña abertura en la bufanda que protegía su rostro, y apenas se le lograba distinguir su sexo o edad. Sin embargo, apenas cierra la puerta y dice su nombre en voz alta, la asistente reconoce al menos esas palabras, y le dice cordialmente:
-¡Ah, por supuesto! El oculista la atenderá enseguida.
Antes de ella, esperaba en una de las sillas un hombre, unos 50 años, moreno, con algunas arrugas en su cara y poco cabello en su cabeza. Tiene una venda que rodea parcialmente su cara, sólo le tapa uno de sus ojos. Al parecer, está esperando a que el oculista le atendiera para ver el resultado de una cirugía, pero si no le preguntamos a aquel hombre el verdadero motivo estaríamos simplemente especulando al respecto. Esa incertidumbre no aqueja a la mujer que recién entró al consultorio. Se sienta a su lado, aun sin quitarse la ropa que la abriga, y deja salir un profundo suspiro de alivio. Tras unos minutos, el hombre se inquieta sobre tan poco común comportamiento (lo lógico, pensó él, es que se quitara toda esa ropa para evitar la humedad que pudiera transmitirle portar las prendas mojadas), y con un tono de voz profundo, prudente y distante le pregunta:
-Señorita, ¿por qué no descansa de esas prendas que la envuelven? Casi da la impresión de que se está asfixiando allí dentro…
-No se preocupe, buen hombre – responde ella, – La verdad, me encuentro a gusto así, la luz me lastima un poco.
Sin más qué preguntar, el hombre asiente con su cabeza, satisfecho con la respuesta (o con su deber de caballero, que considera cumplido), y vuelve su mirada al frente, esperando su turno para ser atendido. Casi inmediatamente a esto, la puerta de entrada al consultorio se abre lentamente. Sale una madre con su pequeño, ambos con vendas en su cabeza: la madre, al igual que el hombre cincuentón, tiene sólo un ojo cubierto, mientras el niño tiene todo su rostro envuelto, y se logra escuchar gemidos y lamentos dentro de su cubierta. Mientras la señora tantea la puerta de salida, le pregunta a la asistente:
-¿Hasta cuándo tendremos que estar así exactamente? El oculista no nos ha dicho nada al respecto, sólo recetó que yo podría quitarme las vendas hasta que pudiera ver el sonido de un violín, y debería quitárselas a mi hijo al haber pasado el doble de días que transcurrieron conmigo. Me encuentro confundida…
-Usted sólo confíe, señora. El oculista sabe lo que dice, todo estará bien. –respondió la asistente, mientras madre e hijo terminaban de cerrar la puerta de la sala de espera.
La escena, algo inusual para la muchacha que recién entró al consultorio, parece haber pasado desapercibida para el hombre, ya que apenas madre e hijo salieron del consultorio, él estaba atravesando la puerta para ser atendido por el oculista. No obstante, la imagen del rostro infantil envuelto en vendas genera cierta inquietud en aquella mujer, se pregunta si está haciendo bien en venir hasta ese lugar. No existe otro especialista en el pueblo, y un viaje a la ciudad terminaría siendo insostenible. Aun así, pueden más sus deseos de quitar ese fastidio que la luz le produce con solo entreabrir sus ojos, y se queda esperando. Segundos: el reloj de la sala de espera suena constantemente, sin reparo alguno del paso del tiempo. Minutos: la asistente pasa las hojas de su libreta, mira el reloj un instante, y sigue cavilando en sus obligaciones (o pasatiempos, aun no sabemos a ciencia cierta). Horas: el cansancio, la incertidumbre, la pesadez, el dolor, todo esto hace interminable la espera; y para colmo de males, se sigue rehusando a quitarse esas prendas que envuelven su rostro, como si le fastidiara la idea de ser vista. ¿Días? La verdad, no hay necesidad de preguntarse si pasan o no. Se convierte en algo intrascendente.
Suena la puerta del consultorio. Apenas ve que el hombre cincuentón sale de allí, la muchacha entra apresuradamente, sin ni siquiera tener la prudencia de preguntar a la asistente si era su turno (como si no fuera obvio, no había nadie más esperando en la sala de espera), o simplemente si puede pasar. No sabemos si el hombre ya no tiene vendas en su rostro, o si se encuentra como aquel pequeño, pero la muchacha alcanza a escuchar unas fugaces palabras de esa profunda voz:
- ¿para qué corres, si tan siquiera puedes ver por dónde vas?
Al inicio, ella no le encuentra sentido aparente a esa advertencia. Pero apenas se cierra la puerta del consultorio, se percata de la oscuridad en la que se encuentra. No puede distinguir ni las paredes de la sala, o si más adelante hay un objeto cualquiera… ¡Nada! (o si había suelo después. Aparenta ser un vacío incalculable, devorador). Lo que sí sobresale es una pequeña luz que ilumina la silla del paciente, y al lado de esta se encuentra ese famoso oculista. Tiene en sus manos una carpeta con unas hojas en blanco, un lapicero en una de las bolsas de su bata, y un arsenal de líquidos, linternas, letras varias y uno que otro bisturí en una bandeja, todo meticulosamente ordenado. Mientras murmura algunas cosas, se dejan salir de forma obstinada unas palabras de su boca:
-A ver. Dígame qué le aqueja…
Sin más reparo, la muchacha se dirige al lugar donde está el oculista. Se sienta, y menciona detalladamente todo lo que siente cuando se encuentra fuera, a la luz. Eso porque, ya sea por cuestiones desconocidas para nosotros, o por simple casualidad, ella no siente nada doloroso estando en la sala, siente una paz desconocida hasta por ella misma. El hecho de no tener algo tan fastidiosamente brillante enfrente al parecer relaja su vista, y le permite sentir que su cerebro no se atropella cada vez que intenta hablar. Después de escucharla detenidamente, el oculista asiente un par de veces con la cabeza, toma algunas notas rápidas, y se dispone a revisarle la vista. En ese momento, percibe que tiene todavía esa ropa que la cubre por completo. Extrañado, le pregunta:
-¿Le molestaría si le pido quitarse esa bufanda de su rostro? Así no puedo revisar si su problema se debe a su vista.
Nunca nadie le había pedido que se quitara esa bufanda del rostro. Probablemente porque nadie había estado interesado en verla con detenimiento. Sin embargo, en esta ocasión, la persona que le pedía quitarse esa prenda no era porque quería ver si era bella, si sus ojos le cautivaban, o al menos para tener contacto visual para conversar. El oculista sólo desea examinar sus ojos, y más allá no existe otro deseo aparente. Es una situación peculiar, y sin mayor discusión de dispuso a quitarse la bufanda. Sin hacer mucho reparo en ver el rostro de la paciente, el oculista saca su oftalmoscopio, y empieza a ver con cuidado el globo ocular derecho, luego el izquierdo. Hace pruebas con una pequeña linterna:
-Vea hacia arriba. Hacia abajo. Izquierda. Der… Sí, muy bien. Ahora del otro ojo.
El oculista termina de hacer algunas notas. Saca una hoja de receta médica, escribe su prescripción y se la entrega a la muchacha. Ella agradece, toma la receta y la guarda en un bolsillo. Está a punto de colocarse la bufanda sobre su rostro, y en ese preciso instante el oculista toma una de sus manos, luego retira la bufanda de sus brazos, y mientras la dobla para entregársela, le dice delicadamente:
-No, señorita. Usted no necesita ponerse esto alrededor de su cabeza: es una lástima no poder ver tan hermosos ojos. Puede retirarse, hemos terminado.
Unas palabras inesperadas, inclusive para el más osado o descarado. La muchacha no hace más que bajar su mirada, y buscar rápidamente la puerta de salida. Estando en la sala de espera, nota que entraron más pacientes, todos con sus caras envueltas. Por última vez, se extraña de semejante situación, y se dirige a la salida. Abre y cierra la puerta, y estando ya fuera recuerda que no había preguntado cuándo debería volver, o si la receta tiene algo especial que debería saber. Saca el papel, y lo único que venía escrito en él era la posible fecha de la próxima consulta:
-Vuelva cuando quiera…
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